Un reformador moderado
Francisco Labastida Ochoa se sintió amenazado de muerte por el narcotráfico durante su gestión como gobernador de Sinaloa, en el noroeste nacional, después de haber sido ministro de Energía en 1982. No era para menos, la explosión de un coche bomba estuvo a punto de matarle. Pidió la Embajada en Portugal, y su segunda esposa, María Teresa Uriarte, hija de mexicana y un navarro de Elizondo, agradeció aquel destino allende el Atlántico porque la mafia se les había subido a las barbas y prometía cortárselas con el cuello incluido. Nadie, por aquellas fechas, adivinó que este hombre, capaz de sumirse en profundos silencios y cuya muerte política se cantó varias veces, pudiera ser presidente. "Gobernar es decidir. Mano dura contra la delincuencia", declaró en diciembre de 1987, cuando el candidato del oficialista PRI, la continuidad reformada, asumió el Gobierno de su Estado natal con resultados discutidos. Aquella aseveración la repitió a lo largo de la campaña presidencial a sabiendas de que es un trabajo de años, porque la delincuencia mexicana es cosa seria. Es ya un problema de Estado que obliga a la definición, y Labastida tuvo que definirse el 21 de abril de 1988, día en que cinco jóvenes entre 19 y 20 años asaltaron un banco en Sinaloa y tomaron rehenes. La policía irrumpió en la sucursal y fue recibida a balazos. Los 60 clientes temblaron durante 24 horas y sus captores exigieron un vehículo blindado para huir.
El pueblo pidió a Labastida y al alcalde que se ofrecieran como prenda a cambio de la libertad de sus conciudadanos, o que permitieran la fuga de los malhechores. El gobernador, reunido con sus asesores, tomó una de las decisiones más dificiles de su vida: "Que los asaltantes abandonen el banco tal como quieren, en un carro blindado". No durmió aquella noche el candidato presidencial del oficialismo en primarias, el primer contendiente gubernamental surgido de una elección interna después de que los otros 15 fueran designados a dedo por el presidente saliente. "Reflexioné mucho antes de decidir si cortarles el agua, la luz o dejar que entrara un comando".
Labastida, de 57 años, cuyo padre fue un médico que atendía gratis a los más pobres, según destaca el candidato en su biografía, es reflexivo, piensa mucho las cosas, y no da puntada sin hilo. No arriesga. El grueso de los empresarios e inversionistas extranjeros prefiere su victoria, porque el capital no quiere cambios, ni incertidumbres, ni posibles aventuras. El candidato siempre quiso ser funcionario, y lo ha sido durante 37 años de trayectoria priísta: analista, director o ministro de Energía, Agricultura e Interior. A su vuelta de Lisboa, en 1994, fue designado director general de Caminos y Puentes Federales de Ingresos y Servicios Conexos y nadie creía en su resurrección. Pero los caminos de la política oficial mexicana son misteriosos e intrincados, responden a claves insondables.
Ganó las primarias a dinosuarios del partido con escamas blindadas y prometió democratizar México y el partido que ha sido su dueño. Labastida es un reformador moderado, con cuatro hijos de un matrimonio anterior, que ha expulsado etarras hacia España como nadie cuando fue ministro del Interior con Zedillo, hasta su entrada en la campaña presidencial de 1999. Fue nombrado titular de esa cartera cuando la matanza de 40 indígenas en Chiapas tumbó al anterior en 1997 y desencadenó un escándalo internacional mayúsculo.
Nadie debe temer virajes radicales si gana, porque continuará, con correcciones justicieras, el modelo liberal aplicado por Carlos Salinas de Gortari (88-94) y Ernesto Zedillo (1994-diciembre de 2000). "Me propongo introducir cambios profundos en la orientación de las políticas de materia educativa y de salud, de vivienda y dotación de servicios, para lograr que la generación de puestos de trabajo se dé en las zonas con mayores retrasos a favor de las mujeres y los jóvenes".
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