Todos y algunos
La canícula y el fútbol se han llevado por delante casi todo. Pero no todo. Chisporrotean aún, por aquí y por allá, los comentarios, las alarmas, las reticencias, sobre la todavía nonata Ley de Extranjería. Esto, en principio, es bueno. Una democracia donde no se aventaran los asuntos importantes sería una democracia demediada o, por lo menos, disminuida. La mayoría absoluta de los populares acentúa además la oportunidad, la calidad salutífera de la crítica. Existen, no obstante, críticas claras y también críticas raras. Por lo último entiendo aquéllas donde se produce una desmesura evidente entre las causas y los efectos. Si nos fijamos en lo que traen los papeles o se escucha por la radio, observaremos que se está empleando un acento apocalíptico para hablar de una ley que, en el peor de los casos, supondrá una mejora sustancial sobre la socialista del 85 y que corrige a la actual en aspectos relacionados, más que nada, con lo que antes se denominaba "policía". O sea, orden público. Me explico: lo que se busca, o se busca esencialmente, es aumentar las facilidades de la Administración para el control y la regulación del flujo migratorio. Los derechos de los inmigrantes legales sufrirán una merma modesta. No existen, de otro lado, alternativas. En la cumbre de Tampere, la Unión Europea señaló una dirección ineludible: la de la igualación progresiva, en lo social y laboral, de los foráneos y los nativos. Ni este Gobierno ni ningún otro podría oponerse a esta tendencia.
El documento que, tras un comportamiento errátil y todavía inexplicado del PP, terminó por salir adelante en los amenes de la legislatura anterior ofrecía dos puntos vulnerables: en primer lugar, no se establecía una diferencia operativa entre inmigración legal e ilegal. En segundo lugar, no se contemplaban procedimientos eficaces para poner orden en el movimiento poblacional. ¿Por qué? La razón es obvia: si se desdibuja la categoría de inmigrante ilegal, experimentarán una indefinición paralela los medios de que pueda valerse la Administración llegado el instante de devolver a su país de origen al que haya conseguido atravesar las fronteras sin apretar el timbre. Aparte de esto, la posibilidad de recurrir judicialmente la denegación de un visado complica enormemente la operación de filtrado en los países generadores de emigración. Es notorio que ambos factores, sumados, dibujan una situación de fragilidad preocupante. Es notorio, igualmente, que estamos incrustados en una estructura europea más vasta y que no somos libres de hacer de nuestra capa un sayo.
¿Qué se ha argumentado contra estas reflexiones prudenciales y, en tanto que prudenciales, poco edificantes? Pues se han hecho observaciones cuya pertinencia no discuto. Pero también se han dicho cosas que se me antojan más inspiradas en el deseo piadoso que en un conocimiento responsable de la realidad. Las dimensiones de esta columna no me permiten ir al examen sucesivo de todas ellas. De modo que señalaré, a bulto, lo que más me ha sorprendido de su efecto agregado o, si se prefiere, de su tono general. En la práctica, se han aseverado simultáneamente las dos tesis siguientes. Una, que sería inútil poner puertas al campo o tapar rendijas cuando lo que se avecina es un maremoto. Dos, que es poco cristiano, o poco democrático, o poco solidario, regatear las bendiciones del Estado de bienestar a los desventurados que vienen de fuera a reclamarlas.
Ahora bien, sucede que las bendiciones del Estado de bienestar constituyen un recurso escaso y que escaso, por definición, significa: accesible a X a condición de que no lo sea a Z. Con lo que nos enfrentaríamos a un pronóstico harto melancólico: si la inmigración es indomeñable, inconstreñible e incontrolable, adiós al Estado de bienestar. La otra opción, la única que se me ocurre, estriba en establecer una correlación entre nuestra capacidad de acogida y nuestra capacidad productiva. Y ello envuelve, o implica, alguna suerte de control.
Cristo, en el Evangelio, multiplicó los panes y los peces. Las almas generosas, en sus momentos de efusión máxima, especulan, o sueñan, con un prodigio semejante. Pero luego viene el tío Paco y, con él, la rebaja odiosa.
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