Posición ridícula
Descubro que se parecen el verano y el acto carnal (así lo llama Josep Pla, acto carnal, pero yo no sé si decir acto sexual, o hacer el amor, o hacer sexo, o sólo follar, no sé cómo llamar a este acto tan corriente: tan usual que tiene muchos nombres, o tan misterioso que ni siquiera sabe uno cómo llamarlo). Josep Pla recuerda a Lord Chesterfield, autor de unas célebres Cartas a su hijo: Chesterfield fue un hombre preparado, embajador y estadista, que educó a su hijo por correspondencia y en una de las cartas incluyó esta reflexión sobre el acto carnal:-El placer es momentáneo. El coste es exorbitante. La posición es ridícula.
Si no supiéramos en lo que estaba pensando, podríamos creer que se refería a las vacaciones veraniegas: placer momentáneo y posiciones ridículas, o así lo parece, si me fijo en la expresión de aturdimiento de los bañistas que vuelven de las playas de Burriana o Calahonda, o en las caras de mal sueño o coma profundo de los que toman el sol; o en la mueca increíble de los chapoteadores, niños sobrecogidos. Pero hoy no tienen un coste exorbitante el placer momentáneo del baño y el momento infinito bajo el sol bestial: conozco folletos que prometen placeres perfectamente descriptibles y enumerables, pormenorizados en la oferta turística. Viajar es un acto carnal, pero, según la publicidad, es más barato que quedarse en casa.
Y, si no es más barato, por lo menos entraña una posibilidad de aventura, sobre todo para los veraneantes que se arriesgan a coger un avión, aunque ni siquiera hayan leído las extraordinarias condiciones en que se ponen en manos de Iberia y otras compañías aéreas. El transportista (la compañía) se compromete a esforzarse todo lo posible para transportar al viajero con diligencia razonable (¿qué es diligencia razonable?). Y puede modificar o suprimir puntos de parada previstos en el billete. Y los horarios están sujetos a modificación sin previo aviso. El transportista no asume la responsabilidad de garantizar los enlaces. Lo copio literalmente del billete de avión con el que señalo página en el Diccionari Pla de Literatura, edició de Valentí Puig.
Uno puede llegar al aeropuerto en julio y descubrir que su avión salió en abril o tardará en salir cuatro años (el transportista cambió el horario sin aviso). O uno deja su casa con la idea de llegar a Milán dentro de dos horas, pero termina en algún enclave de la frontera italo-yugoslava, o en el mismo sitio de donde su vuelo partió, aunque cinco días o veinte años más tarde, sin que la compañía incumpliera en lo más mínimo sus obligaciones con el pasajero, garantizadas por contrato. Un billete de avión puede resolvernos la vida y darnos una profesión: viajeros, como Marco Polo, de aeropuerto en aeropuerto, sin fin, hasta que lo exija la diligencia razonable del transportista. El placer puede no ser tan momentáneo como prometía Lord Chesterfield, y el coste no es exorbitante en absoluto. Es un regalo: hemos pagado por un viaje de veinte (años, no horas) exactamente lo mismo que por el viaje de dos horas que pensábamos hacer. La posición sigue siendo ridícula.
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