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El don preclaro de los sueños reales LLUÍS IZQUIERDO

Apresar la memoria supone captar su fugacidad y reparar a la vez en las dificultades de retenerla. Y el cometido de la novela es asumir la reconstrucción de un tiempo o su representación imaginativa y de enlace con la experiencia personal. Por supuesto desde una conciencia intransferible, pero en sintonía con la de otros que a partir del autor emprenden la aventura complementaria de la lectura.Ahí arraiga el envite constante de Juan Marsé, quintaesenciado por cierto de manera extraordinaria en Rabos de lagartija, su novela recién publicada, en la que se aúnan el estilo impecable y la estilización de un imaginario excepcional. Sobre todo por la difícil sencillez del arranque y la transparente complejidad de su desarrollo. Apenas surgido de la placenta, el menor de los tres hijos de la señora Bartra refiere uno de los desencuentros entre un inspector de la Brigada Social y David, su hermano. Gracias a la sabia elipsis impresionista de Marsé, el lector se encuentra metido de entrada en el núcleo argumental y en un caleidoscopio de imágenes solidarias de una Barcelona indesmentida pero amnesiada o corroída por la negligente desembocadura postmoderna. La memoria es el país de los retornos, la única identidad verdadera -y transversal- que universaliza la experiencia humana. Darle cuerpo no es lo mismo.

Y es ahí donde incide la operación de recordar, gracias al novelista que funde lo íntimo y lo colectivo, el sentido de la historia y el pálpito de imágenes subjetivas irreductibles. Juan Marsé conforma una realidad tan dependiente de lo fáctico como de lo onírico: calles y sueños, y películas y datos desde las sombras de la guerra civil y los fantasmas de un presente atomicio en mutuo diálogo incesante. De los anhelos fracasados a la irresignación rebelde, la constancia crítica del novelista repasa sin contemplaciones una postguerra mezquina y gris. Pero también heroica, a su excepcional y metafórico modo, desde la mirada en ciernes del con penas salido de un seno materno destruido por la eclampsia.

En el tercero de los hijos de una madre pelirroja, por la que merodea seducido un polizonte layetano tan cruel como sentimental, se combinan la vocación artística y la precaria manifestación física de su talento. Pues le cuesta articular con claridad lo que sabe, análogamente a como a la memoria le es difícil resolverse en recuerdos, en dar forma al pasado. (De Milan Kundera a Mario Vargas Llosa, de Manuel de Lope a Félix de Azúa, el pulso con la historia y la identidad personales representa en este tránsito de milenio uno de los momentos más dignos de atención). La singularidad de Marsé, aparte de una fidelidad musarañera a su mundo inmediato, consiste en alcanzar con Rabos de lagartija una historia cuyo encanto reside en la complejidad misma de las relaciones amorosas y en la ambigüedad de hechos y sueños entremezclados. Pues la madre, presencia pelirroja que deviene viuda mítica en el decurso de la novela, no sólo resulta inolvidable para un marido/fantasma que intenta restañarse una vergonzante herida en el trasero -desde la suscitación de un David receloso del acecho al que la somete el policía-, sino que atrae también al piloto de la Royal Air Force cuyo avión se estrella frente a la costa de Mataró. ¿Otro fantasma? En cualquier caso, y como siempre, la fecunda interacción de realidad y mínimas fantasías adolescentes para que la imaginación -que sólo se debe a la realidad- pueda hacerse verosímil.

El escritor como novelista es de una estirpe proteica y absorbente. Se sabe compuesto de figuras encontradas y, a la vez, aspira quimérico a la representación abarcadora de todo. Desde la visión del apenas surgido de la eclampsia, hay que entender la reciprocidad productiva de poesía y novela (explícitamente, el poema de William Blake y la referencia a Guerra y paz = cázame guerripa), como también la apelación a la dimensión oral del hecho literario. Del desembucha inicial a la real ironía última del todavía me cuesta hacerme entender, el arte del novelista acredita el acierto de las palabras machadianas: "De toda la memoria sólo vale el don preclaro de evocar los sueños". Sobre todo, para no dejarse seducir por un tiempo de virtualidades que pretende vampirizar la realidad de los sueños.

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