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Tribuna:LA CRÓNICA
Tribuna
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Correo comercial SERGI PÀMIES

Un vecino me aborda por la calle y me pide que escriba sobre el correo comercial. Manos a la obra, pues. Charlo con el portero de una finca próxima y le pregunto cuántas visitas de repartidores de correo comercial recibe a la semana. "Entre 10 y 15", me informa. Y añade: "Eso sin contar la visita del inspector, que a veces viene a comprobar si la publidad ha sido debidamente repartida". Me pregunto si existirá, además, otro inspector encargado de comprobar si los inspectores han comprobado que la publicidad ha sido debidamente repartida.Por la calle, observo que algunos edificios se parapetan tras un cartel de contenido expeditivo: "No queremos correo comercial". En otra escalera, una portera me cuenta que las visitas de los repartidores también se contabilizan en proporción similar. "Los jueves es el día que suelen venir más", añade con científica capacidad de observación. ¿Qué clase de publicidad reparten?, pregunto poniendo en evidencia mi condición de extraterrestre en visita turística que intenta comprender algunas de las costumbres terrícolas. La portera abre uno de esos buzones sin dueño que existen en todas las escaleras y me entrega un fajo de impresos arrugados, fracturados por el esfuerzo de contorsionista que supone intentar entrar por donde no se cabe. "Aquí tiene", me dice.

Al llegar a la burbuja invisible en la que pernocto desde que llegué a la Tierra, estudio la documentación que me ha entregado. Me enfundo unos guantes de látex made in Saturno y, con la ayuda de unas pinzas desinfectadas, voy separando cada impreso. Prueba número 1: el anuncio de una tintorería que promete lavar y planchar una camisa por sólo 250 pesetas y un edredón por 1.300 pesetas (¡menudo negocio!, pienso). Prueba número 2: la promoción, a todo color, de una cadena de supermercados que, entre otros inquietantes productos, comercializa paquetes de 16 unidades de compresas finas y seguras por 269 ptas. Prueba número 3: la revista de una agencia de viajes que, con un despliegue de cruceros, balnearios, turismo rural y tarifas aéreas, promete unos veranos felices que producen más vértigo que envidia. Y finalmente (pruebas números 4, 5 y 6, respectivamente), los impresos de tres cadenas de pizzas a domicilio que compiten en regalos e ingredientes. Si a eso le añadimos dos "compro y vendo piso en esta zona pago al contado sin intermediarios" que, en tamaño menor, caen al suelo cuando creo haber terminado, tenemos la clásica muestra del correo comercial terrícola.

Al cabo de unos días, en sucesivas entrevistas, descubro que la mayor parte de esta documentación suele destruirse a los pocos segundos de ser descubierta. Pero, según los porteros consultados, algunos vecinos se llevan los folletos a casa y, en la intimidad de sus solitarios hogares, los leen. "¿Los leen?", insisto. Y uno de los porteros, al borde del llanto, me confiesa que, a veces, él mismo cae en la tentación de llevarse el correo comercial a casa y leerlo. "Saber que existe un bote de tomate entero pelado por 79 pesetas me reconforta", se sincera. Imitando el comportamiento que he visto en televisión, le pongo la mano en el hombro y le digo: "Lo siento".

Salgo a la calle. La nave espacial que tiene que venir a recogerme está a punto de aterrizar. El resplandor del fuselaje invade el cielo y deslumbra a los transeúntes, que, momentáneamente, se quedan paralizados por la radiación energética. Subo a bordo. Me recibe el robot de guardia (entre nosotros: un auténtico gilipollas). Como suele ser habitual en este tipo de misiones, me registra y, en uno de mis bolsillos, descubre el impreso de una empresa de venta de pizzas a domicilio. "¿Qué demonios es esto?", me pregunta con tecnológico retintín. "Un recuerdo", digo. Luego, me siento junto a la ventanilla y observo como se aleja el planeta azul, con sus increíbles ofertas, sus compresas finas y seguras, sus edredones recién planchados y sus repartidores de propaganda comercial, repartiendo la buena nueva, luchando contra la severidad de los porteros humanos o la frialdad de los automáticos. Y, a pesar de la distancia que nos separa, me parece escuchar su frase preferida, pronunciada así, a gritos y con terrícola mala folla: "¡Correo comercial!".

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