G. H.
Dos meses ha tardado Gran Hermano para convertirse de programa de televisión en suceso del que hablan las televisiones. Nunca un programa culminó con tal rigor la teoría de que la televisión convierte en realidad aquello que trata, o bien que la nueva realidad es ya indistinguible de su simulacro. ¿Qué es, pues, este espacio de Tele5, una producción encajada en su parrilla para captar audiencia o, traspasados los límites máximos de audiencia, un suceso puro? ¿El televisor? ¿Podría asegurarse que los avatares de ese grupo humano ocurren dentro del televisor de la misma manera que pasan las cosas en Macumba o en Compañeros? Claro que no. Apenas puede distinguirse a estas alturas en Gran Hermano una línea que divide la realidad del espectáculo y a María José, Ismael o Mónica de un conocido en el vecindario. Lo único que les separa de nosotros es el cierre de la casa prefabricada en la que habitan, pero no la televisión. Más bien, la televisión provee de una transparencia insólita y la pantalla es una ventana volcada sobre un escenario total. Todavía algunos puristas se empeñan en denunciar la manipulación de los realizadores, el interesado manejo de la cámara, la fragmentación de conversaciones por los micrófonos, la capciosa selección de los suplentes o los apoyos prestados a un pobre gordinflón. Lo mismo da. La naturaleza de realidad eficaz, con llantos, besos, traiciones o tedio a granel, persiste y ha impregnado tan profundamente la materia televisada, que, de paso, ha abolido la posibilidad de otra visión. Lo que de artificio introduzcan los realizadores se convierte de inmediato en masa real ante la avidez de realidad que domina a los espectadores y que ya les dominará en lo sucesivo. Porque, después de esta experiencia, ¿cómo vivir tan sólo de concursos, partidos de fútbol o telefilmes? Cualquier oferta del repertorio habitual parece ahora insulsa o aguada ante la briosa fuerza de la realidad a secas. Ésta es, en fin, la frontera que marca Gran Hermano: la televisión transustanciada en efecto realidad. Encarnada en un fenómeno más allá de la audiencia y del que tratan las televisiones, las radios o las revistas como si el programa fuera "verdad" y como si los media fueran, ya sin ninguna mediación, la gente.
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