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Ahora, ¿sólo elogio y respeto?

Que tantos ministros -40, vaya número con historia- se unan para asegurar que el ex-presidente Suárez, "sólo merece elogio, respeto y admiración" cuando apenas se ha cuestionado algo de su protagonismo en la transición, da qué pensar. Tan leve referencia y tan notable respuesta no puede deberse al cariño hacia quien los nombró. No se lo mostraron en su etapa de gobierno, cuando no pocos de sus ministros colaboraron en las conspiraciones que le derribaron. Tampoco puede ser la causa, un anacrónico amor de la misma derecha social que entonces le negó el pan y la sal, apoyó opciones alternativas e impidió su gobernación. Y aunque la incontinencia verbal, afán protagonista, personalidad peculiar e inoportunidad actual de Felipe González resulten provocadoras, tampoco parece que la frase, al menos una vez matizada por su autor, dé para tanto. Me permitiré una hipótesis: en el camino hacia el centro, la derecha adquiere "pedigrí" democrático al reclamar la paternidad exclusiva de la iniciativa constitucional. Se reescribe la historia desde una perspectiva individualista que niega el proceso colectivo que la hizo posible y se oculta, de paso, la inicial oposición de AP al proceso constituyente, los ataques de la CEOE al programa ucedista, las resistencias del Ejército o las reticencias de la Iglesia. Pocos vapulearon tanto a Suárez como la derecha social de fines de los 70.Vaya por delante mi reconocimiento a Suárez y su obra. En la derecha no todos entendieron que las necesidades del capital exigían reformas y éstas, pactos con la izquierda. Pero de ahí a convertirlo en fautor de la democracia, media un trecho. Ni tuvo las cosas claras desde un principio, ni tuvo después apoyo en sus bases naturales para llevar adelante el programa. Respecto de lo primero, la convocatoria de junio de 1977 no fué a Cortes Constituyentes y eso lo dicen autores distintos como Lucas Verdú, Ferrando Badía o Jorge de Esteban, entre otras cosas porque era someter a debate la Monarquía. Desde luego, no figuraba en el programa electoral de UCD, que no otra cosa ha dicho González. El proceso constituyente tuvo, como casi todo en la transición, un carácter evolutivo, negociado e incluso mixtificado y el texto final fue un acertado compromiso. Pero la indefinición de UCD se mantuvo hasta después de las elecciones de junio de 1977.

En cuanto a lo segundo, la capacidad de Suárez para llevar adelante las reformas pactadas en Moncloa, es preciso recordar su calvario desde antes de las elecciones del 79, a las que ya se presentó con un programa más derechizado, tras bordear tramas golpistas (operación Galaxia) y contemplar cómo le zarandeaba la derecha social y sus centros de poder (la CEOE forzó la dimisión de Fuentes Quintana). Ni con unas nuevas elecciones ganadas fue Suárez capaz de asegurar al capital la hegemonía que demandaba y que veía más garantizada en una oferta conservadora nítida. Tras el impulso inicial, las políticas reformistas enunciadas en los Pactos de la Moncloa se trocaron en humo, justo cuando la segunda crisis del petróleo más inevitables las hacía.

Porque en Moncloa se sustancian las claves de la transición española o de su cara oculta, las de la internacionalización de una economía hasta entonces cerrada a la competencia exterior, en beneficio de grupos monopolistas. Los sectores más lúcidos del capital veían que sólo en el marco de la CEE tenía salida la crisis. Ya la integración requería democracia, pero además hacían falta reformas. Ganar competitividad, frenar la inflación o reconvertir el aparato productivo comportaba sacrificios que recaerían sobre los sectores mayoritarios de la sociedad (la moderación salarial, el reajuste de plantillas, el endurecimiento de la política monetaria...). Imposible acometer el proyecto sin el concurso de la izquierda política y los sindicatos. Para éstos era el momento de dar un sesgo progresista al proceso: fortalecer partidos y sindicatos, aumentar la progresividad y capacidad redistribuidora del sistema fiscal y sobre todo, incrementar el gasto social y el sistema de protección, el llamado Estado del Bienestar, inédito todavía en España en aquella época.

Parte de la derecha social y económica leyó mal el Pacto e interpretó que un Estado resituado en el centro del conflicto distributivo, debía responder en primer término a sus demandas e intereses. Impidieron a Suárez continuar con su reformismo y no se identificaron con UCD. El 23-F fue, cierto, mucho más allá de lo que pretendían los enemigos de Suárez, pero no deja de ser expresión de lo que provocaban las críticas desaforadas contra la UCD en sectores nostálgicos de la dictadura. Críticas que no sólo partían de la oposición, que para eso está, sino de sus propias bases de apoyo social y que impidieron que se avanzase en el programa pactado. La desmemoria actual puede que no haga ocioso recordar con qué gobiernos se acometió la reconversión industrial (un tercio del aparato productivo), la bancaria (costosísima) o la energética (el parón nuclear), cuando se invirtió más en capital humano (el gran salto en educación) o fijo (carreteras, infrastructuras locales), cuando se disciplinó y democratizó el ejército o cuando se ingresó en la CEE. O más importante, cuando se universalizó el sistema de protección social. Fue en los ochenta y el presidente de aquellos gobiernos era Felipe González.

Dicho esto, sin embargo, no se deduce mayor protagonismo de nadie. Carrillo podría justamente reclamar cuotas análogas y con él tantos otros, Tarradellas incluido. La cuestión no es esa, la cuestión estriba en si la democracia y la Constitución, como obra emblemática, tienen paternidades personales y excluyentes o son, como creo, respuestas colectivas a retos históricos planteados. Eso han hecho los ciudadanos de este país. Con graves tensiones, pasando sobre demandas que si justas han juzgado inoportunas, aceptando costes pero exigiendo contraprestaciones. Y sobre todo, apoyando con su voto a quienes podían cumplir en cada etapa los proyectos y programas adecuados. No hay errores colectivos en ese sentido. La historia no siempre explica fracasos; a veces también da cuenta de esperanzas cumplidas. La democracia y el Estado del Bienestar con que acaba el siglo XX en España, son una de ellas. En su construcción fue protagonista Suárez, también González y UGT y CC OO y tantos otros que por conveniencia o convicción querían la democracia. Otros nunca la quisieron.

Joaquín Azagra es profesor de Historia Económica de la Universidad Valencia.

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