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La lección de París

Se produjo la final de la Champions League en París, el 24 de mayo, y, más allá del resultado, que nadie impugna, todos los comentaristas han coincidido en resaltar que las dos aficiones, las hinchadas del Real Madrid y el Valencia, dieron una lección de comportamiento cívico deportivo. Una lección que resultaba aún más apreciada, por contraste, con los destrozos vandálicos ocurridos una semana antes en Copenhague con motivo del encuentro entre un equipo del Reino Unido, el Arsenal de Londres, y otro de Turquía, el Galatasaray de Estambul, con pérdidas millonarias por daños al mobiliario y centenares de heridos de uno y otro bando. Una lección que convendría para su análisis descomponer en sus elementos fundamentales.En mi opinión, sin restar méritos a la ejemplaridad de madridistas y valencianistas en las gradas del estadio de Francia, el comportamiento de ambos contingentes debe considerarse en buena parte una consecuencia ligada al hecho de que la cita se celebrara en París. Porque es inimaginable que un comportamiento así se hubiera producido en esa misma final, con los mismos contendientes, de haberse celebrado en el Bernabéu, en Madrid, o en Mestalla, en Valencia. Puede apostarse que en cualquiera de estos dos estadios las respectivas hinchadas se habrían sentido arropadas por el ambiente de la ciudad y autorizadas a llegar mucho más lejos tanto en la exaltación propia como en la coerción de las rivales. Así se vio en la celebración de la victoria merengue, que, a pesar de las facilidades otorgadas, incluyó brotes energuménicos, causantes de decenas de heridos y pérdidas millonarias.

Observada de cerca, la acción pacificadora introducida por el factor París en esta final de la Champions League nos remite a la desautorización para el exceso que es capaz de transmitir una ciudad, considerada ajena por ambos contingentes y que para nada entra en momento alguno en resonancia con las exaltaciones de los forofos de uno u otro color. Además, el antagonismo de las diferencias entre los partidarios de uno y otro equipo pierde vivacidad y sentido cuando la distancia medida entre Madrid y Valencia es apenas un tercio de la existente por separado entre cada una y la capital francesa. Así, las diferencias culturales de madridistas y valencianistas se minimizaban respecto a las que separaban a ambos grupos respecto de los franceses, que suministraban el paisaje y el paisanaje de fondo. Las diferencias entre chés y majos se achicaban en París a la hora de operar en un medio ambiente humano caracterizado por una distancia humana mucho mayor.

Es un hecho experimentalmente comprobado que la distancia compartida crea estrechas afinidades. Quienquiera que haya vivido lejos de su ciudad y su país sabe qué insólita comunicación y qué grados de intimidad puede alcanzar cuando por allí aparece un compatriota de paso, del mismo modo que también sucede que, una vez de regreso a la base de partida, tal vez nunca vuelva a tener trato alguno. Por eso, madridistas y valencianistas apenas podían distinguirse la noche del 24 de mayo en París. Pero, cuando la distancia recíproca entre los contingentes enfrentados es mayor, como sucedía el 17 de mayo anterior en Copenhague con ocasión del encuentro entre el Arsenal y el Galatasaray, la distancia compartida por ambos respecto del lugar donde se celebra el partido debe también multiplicarse, en el caso de que se quiera garantizar su desarrollo pacífico. Por ejemplo, para el caso del Arsenal-Galatasaray habría sido necesario abandonar Copenhague y trasladar a los contendientes y a sus supporters a Tokio; sólo así sí se hubieran multiplicado las probabilidades de una jornada de hermanamiento sin fisuras entre los británicos del Arsenal y los turcos del Galatasaray. Situados unos y otros a una distancia grande y casi equivalente, las diferencias que les separarían tenderían a resultar inapreciables.

Esta propiedad según la cual la distancia compartida tiende a debilitar hasta su anulación las diferencias recíprocas, entre partes que se sentían enfrentadas, se observa con claridad en el fútbol como acabamos de ver, pero se cumple también en otros ámbitos culturales, artísticos, empresariales o políticos. Por eso, palestinos e israelíes pudieron acordar en Oslo lo que hubiera sido inimaginable en Jerusalén. Tal vez si nos marchamos todos juntos a tomar distancia contribuiríamos a la resolución de algunos antagonismos carpetovetónicos. Valdría la pena intentarlo.

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