Después del desfile JOSEP RAMONEDA
Pasó el desfile. Y el ministro Trillo volvió a derrapar como ha ocurrido en todas las curvas en que se ha encontrado durante este polémico episodio. "Barcelona se ha volcado con los ejércitos", dijo el señor ministro. Es la típica declaración que ya estaba decidida el día anterior. Efectivamente hubo gente en Montjuïc pero también hubo mucha en el parque de la Ciutadella. Y las contabilidades dadas por los medios de comunicación -avaladas respectivamente por la Guardia Urbana y los Mossos d'Esquadra- revelan una enorme prudencia númerica como si se tratara de dar unas cifras que no permitieran interpretaciones en clave de vencedores y vencidos. El hecho es que, con la ayuda de la polémica, hubo mucha gente en la calle, donde el desfile y donde los cánticos pacifistas. Y no faltaron por supuesto estos grupos de jóvenes agitadores que ofrecen siempre una oportunidad a la policía de explayarse sin contemplaciones, cosa que parece gustar al Gobierno porque debe pensar que refuerza su prestigio en tiempos en que el temor a la inseguridad persigue obsesivamente a muchos ciudadanos.Si nos atenemos a las crónicas de entonces, ésta vez hubo muchísima menos gente en el desfile que en 1981. Es un síntoma de que la democracia española ha avanzado en estos 20 años. Hace 19 años, el desfile se realizó bajo el recuerdo del tejerazo. Y muchos catalanes se dejaron arrastrar por cierto síndrome de Estocolmo. Con el tiempo se ha extendido la idea de que el 23-F fue un golpe de tricornio y pandereta que en el fondo expresó la inviabilidad de un golpe de Estado en la España neodemocrática. Pero, por aquellas fechas predominaba la idea de que el golpe había fracasado de milagro y de que las Fuerzas Armadas todavía tenían al sistema como rehén. De aquí que se tratara de amansar a la fiera, aplaudiéndola por las calles con la convicción del que está tan agradecido por haberle salvado la vida que es capaz de arrodillarse ante el potencial verdugo. Dicen las crónicas que fueron 300.000 los asistentes, aunque estas contabilidades acostumbran a ser generosas y atentas a lo que conviene decir en cada circunstancia.
La imagen que la prensa ha difundido de unos soldados desfilando con una gran bandera estelada en el fondo, colgando de una ventana, y una señora en el piso de arriba afanándose a colocar algo parecido a una bandera española es una muestra del marco plural en el que acontecieron los hechos el pasado sábado. Al mismo tiempo, confirma que el debate no era artificial. Aunque la clase política, indudablemente, lo sesgó. Forma parte del debate político-mediático la simplificación. Y así aconteció en este caso: nacionalistas catalanes contra españolistas era el argumento. Una querella, dicho sea de paso, que entre una coalición nacionalista en fase declinante y una derecha española triunfante amenaza con convertirse en pesadilla de los próximos meses. Enseguida empezaron a deslizarse los tópicos de siempre, aquellos que no resisten la demostración empírica. El tópico de que Cataluña perdió la guerra civil en bloque. Habrá que recordar que el hecho de que se perdieran las instituciones de autogobierno no significa que no hubiera muchísimos catalanes que se desplazaron del lado de los vencedores. No hace falta hacer mucha memoria para saber que un gran número de catalanes (con y sin poder) contribuyeron eficazmente al desarrollo y consolidación del nuevo régimen. El tópico del ejército como columna vertebral de España: una herencia del franquismo que parece que algunos no han superado todavía. En democracia es legítimo aspirar a que las razones para compartir Estado y convivencia sean algo más consistentes. De lo contrario, apaga y vámonos.
Pero no debemos quedarnos en el juego de tramposos que ha sido en este caso el debate político: los habituales dobles juegos del nacionalismo (una vela al PP y otra a la agitación), los propósitos ideologizadores de un Gobierno popular con mentalidad de reconquista o los silencios de los socialistas catalanes que en su afán de ser más oficialistas e institucionalistas que nadie han olvidado que la izquierda lleva dentro un germen de transgresión y heterodoxia que le es connatural y que al perderlo deja algunos jirones de su alma por el camino. Nada nuevo. Hace tiempo que les conocemos las querencias a unos y otros, empezando por el fervor legionario del señor Borrell.
Pese a ello, insisto, después de la plural jornada del sábado, hay que reiterar que el debate no era artificial porque hay unos cambios culturales que chocan con la presencia de soldados paseando armas y tanquetas por las calles. Los ejércitos son necesarios. Y la democracia tiene que acudir a ellos, demasiado a menudo por desgracia, para defenderse. Pero ello no impide que vaya creciendo una cultura que entiende que es mejor resolver los conflictos por vías pacíficas y que el recurso a la violencia sólo debe ser una última instancia. Es posible que apoyada en la fuerza del buen sentido -que tanto enternece a las almas bellas- esta cultura tenga a veces efectos desmovilizadores y pueda en algunos casos debilitar a la democracia frente a sus enemigos. Pero no creo que la conciencia de la necesidad de defenderse se alimente con paradas militares y vivas al Ejército.
Los valores de la fuerza y de la jerarquía incuestionada e incuestionable de lo militar tiene mucho que ver con una cultura machista que está en franco declive. La exhibición de las armas tiene algo de fálica arrogancia. Una cosa es entender que el ejército sigue siendo una necesidad y otra mantenerlo como uno de los elementos fuertes del simbolismo nacional. Durante los últimos años se ha profesionalizado el ejército. La profesionalización debería servir para quitarle estos signos añadidos que quizá eran necesarios para que la ciudadanía no se rebelara ante la exigencia de la leva, pero que no casan con la sociedad que ha impuesto el fin del ejército de reclutamiento. Porque no se debe olvidar que no ha sido una generosa concesión de los militares y de los gobiernos lo que ha provocado el cambio de estatuto de los ejércitos. Ha sido la presión ciudadana expresada a través de la objeción masiva y de la extendida opinión de que las cosas, en las sociedades avanzadas, tenían que ir de otra manera. Es este cambio cultural el que da sentido al debate del desfile. Lo demás es oportunismo político. Y aquí sí que se han encontrado a faltar algunas voces. En la izquierda socialista, por ejemplo, tan empapada de institucionalismo que a veces se le escapan los cambios de cultura.
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