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Fieras

Los escritores suelen permanecer casi todo el año agazapados en sus cubículos. En la Feria del Libro los sueltan y son exhibidos en casetas para que el burgo compruebe que existen de verdad, que se les puede tocar y decirles cosas a la cara. No por casualidad, el tinglado del Retiro se monta en una zona cercana a la antigua Casa de Fieras. De hecho, este festival de tomo y lomo tiene mucho de zoo. Hay escritores que son auténticas fieras; otros muchos pertenecen a especies estrafalarias de bichos raros y pájaros de sinuosa pluma. La feria depara al discreto viandante el placer inconfesable de espiar impúnemente a los autores, mientras los tienen secuestrados-expuestos en una jaula-caseta. Suelen estar a verlas venir, porque todo el mundo sabe que las mujeres leen mucho más que los hombres.Con excepciones clamorosas, los escritores suelen ser gente tímida, de igual modo que ocurre con los toreros fuera de la plaza y los generales sin uniforme. Es muy duro encaramarse al minarete y otear durante dos horas posibles compradores, expuesto a miradas analfabetas y comentarios sonrojantes. Algunos tienen muy estudiada la coreografía y puesta en escena; funcionan como una empresa de cosméticos; esgrimen sonrisas y frases perfectamente ensayadas ante el espejo. A otros se les nota mucho que están locos por escaparse a la francesa, incluso aunque pertenezcan al elenco de los santones.

Un joven novelista de cuyo nombre no debo acordarme, porque si lo hago me parte las piernas, firma dos tardes de éstas en la feria. Sus íntimos lo definen como un redomado experto en huir a la francesa. Dice tener una novia vaposora llamada Michelle, que siempre le espera para echarle una mano y desaparecer por arte de magia de cualquier evento. "Pero lo que más me aterra", confiesa oficiosamente, "es el espeso de medianoche, ese tipo que sabe de memoria cuatro párrafos de un artículo tuyo y que, al acabar la firma, se te pega como un virus, te invita a sustancias nocivas para la salud y no te lo quitas de encima hasta el amanecer".

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