Despertadores
LUIS GARCÍA MONTERO
¿Podría indicarme la carretera de Granada? Detengo el coche y espero a que llegue a la altura de la ventanilla para hacerle la pregunta con un tono de forzada amabilidad, una impostura que suena demasiado extraña bajo la luz artificial de las farolas y la respiración negra de un cielo todavía dormido. Los portales, las aceras casi vacías, el reflejo turbio de los semáforos en los escaparates y mis palabras educadísimas y algo temerosas, tienen el sueño de las seis de la mañana. Los madrugones dejan la conciencia suspendida, vacilante y rígida, como un cadáver en la cuerda de la horca. Pedí en el hotel que me despertaran a las cinco, porque necesitaba estar temprano en Granada, me subí en el coche como una sombra plastificada de conductor onírico, salí en busca de la carretera siguiendo las explicaciones del recepcionista y a los diez minutos estaba perdido, entre portales y semáforos con sueño. ¿Podría indicarme la carretera de Granada? El solitario caminante me responde con alarma contenida y amable, forzando un idioma que apenas le permite decirme que no es de la ciudad y que disculpe. Hay árabes que aprenden tímidamente el español y pronuncian las palabras con labios empapados, como si toda la espuma del mar se les hubiese metido entre la lengua y la garganta.
Decido dar la vuelta cuando los faros iluminan los ladrillos y los matojos secos de un descampado de suburbio. Intento probar suerte en otra dirección, busco la ayuda de algún letrero piadoso, pero la caridad municipal escasea en las madrugadas, y debo contentarme con otro hallazgo humano, la aparición de tres mujeres que cruzan en silencio la calle. ¿Podrían indicarme la carretera de Granada? Está justo en el otro extremo de la ciudad, justo por donde viven ellas, y se ofrecen a dirigirme si las llevo a su casa. Son paraguayas, hablan con un rumor simpático de historia vieja, de palabras aún no consumidas por la noche. Me preguntan si en Granada hay trabajo para muchachas como ellas, y al notar mis dudas, matizan a coro que les gustaría trabajar en el campo, en algún molino, en algo así. Cuando llegamos al otro lado de la ciudad, me piden que las deje en una plaza de realidades ambiguas. Los árboles tísicos no saben si el pavimento está a medio construir o a medio arruinar. Siguiendo por la calle de la derecha se sale a la carretera de Granada.
Pero salgo a otro descampado, y doy la vuelta, y busco una señal, mientras el cielo se tiñe con el color del vino tinto derramado sobre los manteles. ¿Podría indicarme la carretera de Granada? No estoy seguro, no soy de aquí, pero si le da la vuelta a la plaza y sigue recto, creo que saldrá usted a la autopista. Puede ser polaco, o búlgaro, y en su idioma cortante hay un frío sólido, la huella de los amaneceres invernales, esa sintaxis escarchada que llena las palabras de aristas blancas. Gracias a su ayuda salgo a una carretera de circunvalación rebosante de letreros azules, cambio de sentido y arrastro las primeras noticias del amanecer hacia la reunión del departamento que me espera en Granada. Aunque la radio informa sobre la postura rotunda del gobierno ante la ley de Extranjería, yo sé que las calles cambian de dueño según las horas. Me lo han dicho los despertadores.
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