Los jóvenes y la Constitución
No es casualidad que desde que cumplió veinte años la Constitución de 1978, se oigan voces -y no procedentes sólo de los exacerbados nacionalismos periféricos- de la necesidad de reformarla. Veinte años es el espacio temporal de una generación histórica, y los que éramos jóvenes o maduros en aquel parto constitucional, estamos ya algo vencidos por la vida, e irrumpen, en cambio, en la sociedad los jóvenes españoles que andan ahora por los veinte y tantos años, es decir, que vinieron al mundo cuando el general Franco se estaba yendo de él.No han vivido la noche larga de la posguerra, ni lúcidamente la transición, la cual no fue fácil, amenazada por el terrorismo, el golpismo y una mala coyuntura económica. Esos jóvenes consideran la democracia como algo dado y natural, cuando ciertamente requiere esfuerzo y riesgo para no desvanecerse en la indiferencia, en la corrupción, en la injusticia o en la falsificación de sí misma.
Saber qué sienten esos jóvenes en el fondo del alma, no siéndolo uno ya, es pregunta difícil de contestar. No bastan las encuestas, los sondeos y las estadísticas, forzosamente elementales, que no penetran en los entresijos de la persona. No los acabaremos nunca de entender porque, como escribió mi padre, "el descubrimiento de que estamos fatalmente adscritos a un cierto grupo de edad y a un estilo de vida, es una de las experiencias melancólicas que, antes o después, todo hombre sensible llega a hacer. Una generación es un mundo integral de existencia o, si se quiere, una moda que se fija indeleble en el individuo".
La vivencia del tiempo y del espacio es fundamental en la condición humana, y esa doble dimensión ha variado mucho para los jóvenes actuales: el mundo es más chico y no quedan ya muchas tierras vírgenes ni nuevas fronteras. A su vez, el tiempo se ha dilatado: la vida es más larga y coexisten mayor número de generaciones y el joven se siente vivir, más que nunca, entre los demás. Ya no es el vecino, ni el paisano del mismo pueblo, sino que los jóvenes viven, en creciente mayoría, en la urbe, populosa y bronca, donde prospera la violencia. Y la soledad se refugia en esas aldeas abandonadas y en esos campos que ya no se cultivan por razones de política comunitaria. Yo veo una hermosa tarea para muchos jóvenes: la recuperación, humana, ecológica y económica, de esas tierras que se han quedado yermas y solitarias. El turismo rural es una de esas posibilidades.
Nuestros jóvenes no han conocido la guerra, ni siquiera la fría, porque para ellos la referencia histórica ha sido la caída del muro de Berlín y el desmoronamiento de la URSS. Han visto en las pantallas de televisión la guerra del Golfo, cuya rapidez y exhibicionismo les habrá hecho dudar, como a tantos otros, de si de verdad tuvo lugar. El peligro es que esa ausencia de conflictos bélicos les haga olvidar que puede haberlos en el futuro, lo cual exige, si piensan dos minutos en ello, que deben cuidar y estimar a las Fuerzas Armadas españolas, ahora en camino de ser profesionales, y mañana de la defensa de Europa en cuyo Ejército, en una u otra forma, participarán. Yo nunca olvido que los aviones supersónicos del norte de África están a un cuarto de hora, por ejemplo, de Alicante.
Consecuencia de esa experiencia generacional con el espacio y con el tiempo es el ámbito social y político donde todos sus habitantes se sienten, más o menos, dependientes unos de otros. Es lo que llamamos, lisa y llanamente, la patria, término que ya sólo utilizamos unos pocos y, aún menos, los jóvenes. El joven español se ha despertado en la España de las autonomías y tiene en su horizonte una nueva Europa caminando a ritmo acelerado a su unidad efectiva, sea ésta confederada, federal o de simple y efectiva actividad común y creciente similitud. Nosotros, los viejos, sentíamos la patria como aquel espacio y aquel modo de vida que considerábamos enraizada en nuestro modo de ser, espacio no sólo geográfico, sino también histórico, cuyo pasado asumíamos -el glorioso y el desventurado- y cuyo porvenir considerábamos posible defender.
Yo pienso que al joven actual le suena la palabra patria a cosa anticuada y no vibrante. No es que no sea patriota; más bien, diría yo, tiene un triple patriotismo, pues se siente, a la vez, muy de su patria chica, del conjunto del país y de Europa. Más precisamente: se siente español de Europa para que ésta sea fuerte, unida y múltiple. Quiere, en suma, que España esté en su sitio, como muy acertadamente titulaba Fernando Morán uno de sus últimos libros.
Pero hay algunos otros jóvenes, probablemente igualmente sinceros, que quieren la escisión, la independencia y el desgaje de su región del tronco de España, sin darse cuenta que eso significa que su tiempo marcha al revés. Son los nacionalismos particularistas, que persisten siempre con una u otra intensidad, pero por ahora, sobre todo en Cataluña y Euskadi, retoñan con vigor. Responden a un anhelo de vivir aparte, absortos en sí mismos; un sentimiento opuesto al que movilizó a las grandes naciones para serlo. "Los españoles", dijo alguien en las Cortes de la II República, "no hemos vivido animados por el afán de no querer ser franceses o no querer ser ingleses, sino por el afán de ser españoles, de formar una gran nación y disolvernos en ella". Y a esos españoles que queremos seguir siéndolo nos entusiasma contar con las virtudes y triunfos de vascos y catalanes, y gallegos, porque son formas distintas de ser español.
Porque en la historia de España, de la España común, están los vascos: en América, en Filipinas, en la toma de Sevilla a los moros, y no digamos en la industrialización nacional o en las más altas finanzas. Y a los catalanes nos los encontramos en la lucha contra Napoleón, en la Revolución de Septiembre con Prim y en la ocasión, fallida, de ir a ser Cambó presidente del Gobierno de la nación, y en calidad universitaria e investigación científica. Y claro está, también en la industrialización desde mediados del siglo XIX.
Pero además, entre los mejores escritores en lengua castellana predominan los que nacieron fuera de Castilla. Por referirme a los menos jóvenes, ya consagrados, recordaré que Miró y Azorín eran alicantinos; Unamuno, vasco; Cela, gallego; Baroja, donostiarra; Valle-Inclán y Cunqueiro, gallegos; Galdós, canario; Machado, Alberti y Lorca, andaluces; D'Ors, catalán; Pérez de Ayala, ovetense, donde podemos también situar a Clarín, aunque materialmente naciera en Zamora. Podemos añadir todos los grandes escritores hispanoamericanos, desde Rubén Darío a García Márquez. Entonces sólo quedarían como grandes escritores nacidos en Castilla Ortega y Gasset, mi padre, y Ramón, madrileños, y los vallisoletanos Delibes y Umbral. La lengua española se ha hecho, pues, desde todas las regiones de España y América.
Todos los nacionalismos -incluido el más radical de todos, el españolismo- son siempre reaccionarios aunque tengan careta progresista; y, al igual que las dictaduras, necesitan tergiversar o inventarse un pasado que no ha existido para tratar de justi-
ficar sus ideologías. Es claro que, incluso de buena fe, la perspectiva de la historia, es decir, eso que le ha pasado al hombre en su andar por el tiempo, varía al cambiar el punto de vista. Yo les aconsejo que lean los escritos, no hace mucho publicados, de los historiadores musulmanes contemporáneos de las Cruzadas y los comparen con los ya conocidos de los cristianos: la comparación resulta apasionante.
En lugar de ir con el tiempo y estar a la altura de él, el joven nacionalista parece marchar hacia atrás como el carramarro. Se le podría aplicar un relato que escribió mi abuelo, José Ortega Munilla, a finales de siglo, y que nuestro padre nos leyó de chicos, en la sobremesa de la cena, que era el único momento seguro del día que compartíamos sus hijos con él. Cuenta la extraña historia de un pueblo, cuyo reloj ciudadano, el viejo reloj del Ayuntamiento, se paró de pronto. Fue pedido un buen relojero a la capital, y al cabo de unos días llegó un hombre taciturno y misterioso que se encaramó a la torre y estuvo manipulando la maquinaria. Al día siguiente, de repente, desapareció sin despedirse de nadie ni cobrar su trabajo. Mas he aquí que, desde aquel momento, toda la vida del pueblo empezó a retroceder, y el reloj a dar sus horas al revés. Sin duda, aquel hombre era pariente del diablo y había dado al sonoro reloj del pueblo un poder mágico y formidable que arrastraba el tiempo hacia atrás. Hasta aquí, mi abuelo. Yo añadiría que si se hubiera tratado de un pueblo vascongado, el relojero muy bien hubiera podido ser el señor Arzallus con una caja de viejas herramientas de don Sabino Arana.
La Constitución de 1978 viene a ser, empleando un símil matemático, la envolvente de todas las diferencias de los diversos pueblos -o naciones si se quiere- españoles y el repertorio de todos los derechos y deberes de cada ciudadano de esta vieja punta de Europa. "Pretender derrocar esta Constitución afirmando que España no es una nación -decía Carlos Seco Serrano- es alzarse contra la realidad histórica". Y en un planeta literario muy diferente al del gran historiador, Francisco Umbral acertaba a decir en una de sus columnas "que una Constitución es un presente aplazado, algo que se escribe ahora para pautar el porvenir, para irlo desarrollando en el tiempo. Históricamente sabemos que los pueblos no han nacido de una Constitución, pero gracias a ella son tales pueblos. Es como fabricarse uno sus propias medidas, inventar sus gloriosos límites".
Al doblar el cabo de este siglo, como los navíos al doblar el Cabo de Hornos, el buque de nuestra Constitución va a entrar en una zona de tempestades. Veintidós años de vigencia es la demostración de que esta Constitución de la Monarquía parlamentaria de 1978 tiene músculo y porvenir, porque encierra además un margen y una elasticidad que permiten adaptarla sin necesidad de reformarla. No perdamos nunca la soberanía de todo el pueblo español para tomar las últimas decisiones. Como decía Francisco Rubio Llorente en estas mismas páginas, "en esa Europa futura nos encontraremos al fin catalanes, vascos, gallegos, andaluces, canarios, levantinos y castellanos... y se situaría la contienda donde realmente está, en el futuro". Entonces podremos pronunciar con rotundidad todos los españoles el pronombre nosotros que nos permita a los españoles europeos, no pudiendo ser ya todo, evitar el no ser nada.
Estas consideraciones reiteran las que hice en mi conferencia en el Congreso de los Diputados, invitado por su presidente, con motivo del XX aniversario de nuestra Constitución.
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