Realidad y ficción
El miércoles, ante el importante evento deportivo que nos deparaba la noche, Forges publicaba una viñeta en la que uno de sus personajes afirmaba: "Si el despliegue informativo sobre el fútbol se hiciera sobre lo que está pasando en África, millones de personas no sufrirían", a lo que el paisanín con el que se pasea respondía: "No te esfuerces; la consigna general es: lo que no es fútbol no existe". Me acordé de esta viñeta mientras me dirigía a cenar a casa de un amigo. Hacía poco que había empezado el partido y, al primer gol del Madrid, una rendida felicidad (cito del presidente del Gobierno español) ante la hazaña del héroe televisado explotó por la calle del Barquillo como un artefacto peligroso. Pensé que cambiarían mucho las cosas si tal cantidad de euforia se aplicara también para celebrar otras heroicidades y me imaginé a todos aquellos que aullaban de admiración aplaudiendo y saltando de gozo ante, por ejemplo, la imagen televisada de cada uno de los inmigrantes que lograra tomar tierra en nuestras playas del sur después de la heroica travesía de cruzar el Estrecho a bordo de uno de esos barcos de juguete que llamamos pateras; me imaginé cientos de personas recibiéndoles en la arena y brindándoles la emoción incontrolable de sus abrazos, todo ello retransmitido por las principales cadenas y compartido por miles de ciudadanos a través de las puertas de los bares y de las ventanas abiertas de las casas.Pero me di cuenta de que los de las pateras, que cuando logran la heroicidad de alcanzar nuestras costas suelen ser recibidos por esa Guardia Civil que pone las esposas, son para nosotros como una ficción, como pequeños capítulos de una de esas series antiguas que ponen en la tele de relleno y en horario de baja audiencia; y que, sin embargo, los del fútbol son nuestra realidad, bastante aplastante, por cierto, a tenor de la violencia que los furibundos admiradores provocaron unas horas después y que extendieron desde Cibeles, víctima inocente de tal felicidad, a mi tranquila Chueca. Pasadas las dos de la madrugada, todavía oíamos desde la cama los golpes y los berridos de los admiradores de los héroes de la pelota y nos temíamos que algún marica del barrio fuese apaleado. Por la Gran Vía andaban a ladrillazos y a botes de humo.
Antes habíamos cenado y, tumbados en un cómodo sofá bajo los contradictorios efectos de pólenes varios, habíamos acometido el visionado del otro gran evento de la noche: la emisión de Gran Hermano. Lo que pasa con el polen y con la primavera es que le ponen a uno perceptivo y sensible, de modo que, superado nuestro inicial rechazo intelectualoide, nos enganchamos al fenómeno. Y, entre efluvios de todo tipo (incluidos los alérgicos), me dio por deducir que lo de Gran Hermano es una suerte de nuevo género de soporte audiovisual, a medio camino entre la realidad y la ficción, que supone una revisión, básica, del esquema dramático clásico. Empecé a darme cuenta de que los protagonistas de las hazañas de la pelota son (ojear sus nóminas sería suficiente para comprobarlo) más bien dioses que héroes, categoría esta última que correspondería a los protagonistas del nuevo género, semidioses que se despiden del pueblo entre lágrimas audiovisuales antes de emprender la aventura de superar terribles pruebas sólo aptas para iniciados y valientes; a saber: sufrir encierro absoluto durante largo tiempo con otros aspirantes a semidioses que no conoces de nada, en una casa amueblada de Ikea en su totalidad, sin libros, revistas, música ni un miserable boli. Es tan increíble que no cabe duda de que son la construcción de un elenco de personajes de ficción, sabiamente elegidos para representar arquetipos primarios, incluido un par de disidentes. Pero hete aquí que la más cruda realidad ha venido a apoyar a la productora del espectáculo en forma de trágica vida misma y, por ejemplo, uno de los personajes de ficción se ve obligado a abandonar la escena porque su padre real ha muerto. Pero quedaba lo mejor: ¡otra heroína de ficción enfrentándose ("ante toda España") a su real pasado! La guapetona Marijose, que se ha hecho un implante de mano de nombre Jorge, dignifica al fin su dudoso personaje inicial reconociendo que ejerció la prostitución, lo que me lleva a pensar, ya con asco, que la letra escarlata actual tiene forma de logo de cadena privada. Parece mentira, qué puta sociedad.
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