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Los cuerpos del Rey

El envío a las Cortes del proyecto de ley orgánica para ratificar la adhesión de España al Tratado de Roma de 1998 (que acordó la creación de un Tribunal Penal Internacional con jurisdicción universal sobre genocidio, delitos de lesa humanidad y crímenes de guerra) no ha disipado las dudas sobre la necesidad de una eventual reforma previa de la Constitución. Dado que los Jefes de Estado también podrán ser perseguidos en el futuro por esos crímenes, la primera frase del artículo 56.3 de la norma fundamental se presta a interpretaciones polémicas: "La persona del Rey es inviolable y no está sujeta a responsabilidad"; la inmunidad de los parlamentarios, la jurisdicción territorial de los tribunales españoles y las penas aplicables por el nuevo tribunal plantean igualmente problemas constitucionales. A la vista de esas dificultades, resulta incomprensible que el Gobierno o las Cámaras no soliciten un dictamen vinculante al Tribunal Constitucional, posibilidad expresamente prevista por el artículo 95.2Ciertamente, los costes parlamentarios y políticos de la eventual reforma del artículo 56.3 de la Constitución serían muy elevados; a diferencia del bajo precio pagado en 1992 para modificar el artículo 13 y permitir así el sufragio pasivo a los extranjeros en las elecciones municipales: entonces fue posible utilizar la variante procesalmente mas blanda de los mecanismos de reforma. Pero la revisión -aunque sea parcial- del Titulo II de la norma fundamental (donde se incluye el artículo 56.3) exige una dura mayoría cualificada del Congreso y el Senado (los dos tercios de sus miembros), la inmediata disolución de las Cortes una vez aprobada la propuesta de reforma, la convocatoria de elecciones generales, la aprobación del nuevo texto por los dos tercios de las Cámaras recién designadas y un referéndum de ratificación.

Por supuesto, esas dificultades tendrían que ser superadas -guste o no- si la reforma fuese indispensable. Sucede, sin embargo, que la tesis según la cual la revisión constitucional resulta irremediable no es la única interpretación posible; y ni siquiera la lectura más razonable. Así, el artículo 56.1 establece que el Rey, símbolo de la "unidad y permanencia" del Estado, "arbitra y modera el funcionamiento regular de las instituciones" y asume "la más alta representación" del Reino en las relaciones internacionales; con manifiesta exageración y cierta irreverencia, cabría incluso sostener que las disquisiciones teológico-políticas de la Edad Media sobre los dos cuerpos del Rey coexistentes en el titular de la Corona -glosadas por Manuel García-Pelayo en El Reino de Dios, arquetipo político- son secularizadas por el derecho positivo mediante esas cláusulas retóricas. En cualquier caso, sólo la lectura completa del artículo 56.3 permite entender el significado de la inviolabilidad del Rey: "Sus actos estarán siempre refrendados en la forma establecida en el artículo 64 [por el presidente del Gobierno o sus ministros, únicos responsables de tales actos], careciendo de validez sin dicho refrendo, salvo lo dispuesto en el artículo 65.2 [nombramiento de los miembros civiles y militares de la Casa del Rey]".

Por lo demás, los Jefes de Estado de una democracia presidencialista designados en las urnas ejercen competencias, afrontan responsabilidades y corren riesgos que sus homólogos de las democracias parlamentarias (un cargo hereditario en las monarquías y electivo de segundo grado en las repúblicas) no asumen. Pero la auténtica censura institucional no se produce a este respecto dentro de las democracias (donde la responsabilidad política y la responsabilidad penal transcurren por distintos cauces, sea presidencialista o parlamentaria su variante), sino frente a los sistemas autoritarios. Los dictadores usurpan el respetable término Jefe de Estado, legítimamente utilizado por los presidentes electos y los reyes de las monarquías parlamentarias, como parapeto para rehuir las responsabilidades por sus crímenes dentro y fuera de las fronteras de su país. El Tribunal Penal Internacional tardará muchos años en entrar en funcionamiento; hasta ahora el Tratado de Roma de 1998 sólo ha sido ratificado por ocho de sus 96 firmantes (necesitará contar al menos con el respaldo de 60 países) y continúa siendo boicoteado por Estados Unidos, Rusia y China. Nadie duda, sin embargo, de que los candidatos a comparecer en su día ante los magistrados no serán los presidentes o los reyes de los Estados de derecho democráticos, sino los dictadores y sus servidores.

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