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La Valencia profunda

El pasado fin de semana se ha celebrado la décimocuarta edición de Intro Turística, la feria de turismo de interior de la Comunidad Valenciana. Los asistentes hemos podido degustar algunos productos típicos, comprar alguna que otra muestra de artesanía y enterarnos de curiosidades de la historia y del folklor de pueblos con nombres sonoros y sugerentes: Polop de la Marina, Pobla de Benifassà, Chulilla, Guadalest, Montanejos, Moixent. Hasta aquí nada de particular. Muestras parecidas se celebran en muchas otras ciudades españolas y a los ciudadanos nos parece una manera agradable de matar el tedio dominical. Yo mismo había asistido a certámenes similares en Barcelona, en Aix-en-Provence y en Zaragoza (por no citar los casos más exóticos de ciudades europeas o americanas que nada tienen que ver con nuestro mundo mediterráneo). A condición de cerrar los oídos a acentos inequívocamente distintos, lo que se podía ver en Barcelona, en Aix-en-Provence y en Zaragoza era como lo de Valencia: los mismos productos, las mismas tradiciones, la misma cultura. Y, sin embargo, cualquier espectador se da cuenta de que la significación de todo aquello entre nosotros es bien distinta.Resulta difícil definir percepciones que por su propia naturaleza son indefinidas. Sin embargo, aun a costa de expresarme mal, lo intentaré. ¿Cómo diría? Lo que se veía en Valencia era simpático, pintoresco, agradable, todo lo que se quiera, pero no daba la impresión de encarnar algo así como la Valencia profunda. Curiosa expresión esta de "Valencia profunda". Obviamente calcada del deep South de los escritores norteamericanos, lo que se quiere decir con ella es que el que aspire a entender la esencia de los EEUU no debe buscarla en Nueva York ni en San Francisco ni en Boston, sino precisamente en algún poblacho del sur o del medio oeste en el que una carretera polvorienta, una gasolinera, una iglesia anglicana y un supermercado conviven con granjas aisladas entre inmensos campos de maíz.

Toda comunidad humana que se precie y esté asentada en un territorio necesita un centro geográfico y, sobre todo, psicológico profundo. No siempre se llama así -los catalanes hablan de la terra ferma, los alemanes de das Binnenland, etc.-, pero el nombre es lo de menos. Viene a ser como nuestro cuarto de estar, la instancia doméstica en la que nos quitamos la careta y somos nosotros mismos, con nuestras virtudes y con nuestros defectos. Quítemosle a un ciudadano la chaqueta y la corbata que luce en su oficina, despojemos a una ciudadana del bolso y del modelo de moda que luce en la suya. Arañemos las palabras -tramposas, precavidas o ambas cosas- con que atacan y son atacados en la vida profesional. Si ahora los vestimos de casa, hacemos patentes las canas y las arrugas que habían logrado escamotear y los repantingamos en posturas nada dignas en su sofá delante del televisor, bastará que escuchemos su conversación y que tomemos nota de lo que hacen para saber exactamente cómo son. Desde luego esta faceta del Yo no es la única, pero resulta importante: representa el escalón último de nuestra personalidad, los momentos en los que somos como queremos ser. Todos los seres humanos amamos el hogar, precisamente porque, si no nos gustara, podríamos cambiarlo sin pedir permiso a nadie.

¿Amamos los valencianos la Valencia profunda? ¿Sentimos que la esencia de nuestra personalidad se refugia en las capas dormidas de esos pueblos de interior que concurrían a Intro Turística. Lo dudo y este es el problema.

Resulta tópico hablar de la invertebración valenciana, de que las grandes ciudades se miran con hostilidad y aspiran a gobernarse en su pequeña taifa, de que los proyectos colectivos brillan por su ausencia. Es cierto. Valencia es una comunidad demasiado alargada como para que su vertebración resulte fácil. Además existen viejas diferencias sedimentadas por la historia, culturales o lingüísticas, que sería insensato olvidar. Sin embargo, este predominio imaginario (y no sólo real) de las ciudades de la costa, que recuerda a la Grecia clásica o a la Italia renacentista, se compadece mal con el hecho de que nuestras ciudades sean más rurales que marítimas. Al pensar en una típica localidad de la Comunidad Valenciana no pensamos en Sant Mateu o en Pego -como un catalán puede pensar en Balaguer o un aragonés en Jaca-, pensamos en la ciudad de Valencia, en la ciudad de Alicante o en la ciudad de Castellón. Y al hacerlo las pensamos como ciudades-chalé, como urbes autosuficientes que en vez de recoger las esencias de lo valenciano aspiran, inútilmente, a generarlo.

De ahí la decadencia irremediable de los pueblos valencianos de interior, esa sensación de que resultan perfectamente prescindibles. No es sólo que la Administración permanezca ciega y muda -¿para cuándo la protección medioambiental del Maestrat, del Alt Millars, de Aitana, de Mariola, y las medidas legales oportunas?, ¿para cuándo unas infraestructuras propias del primer mundo?-. Tampoco es que, como en toda España, las comarcas de interior se vayan despoblando progresivamente. Lo peor de todo es que la Valencia profunda no existe en nuestro inconsciente colectivo. O sea que no tenemos cuarto de estar, nos conformamos con una habitación de hotel. Aunque sea en régimen de Turismo Rural.

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