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Reportaje:

Mendigos con mascota

Detrás de cada mendigo late una historia de desesperanza.Debe ser cierto que la necesidad agudiza el ingenio y por eso ellos se han plantado en compañía de sus animales en las esquinas más concurridas del centro de Barcelona conscientes de que, en la época de las mascotas, enternece más un cachorro retozando que el clásico cartel de "tengo hambre". También se debe a que ellos, solitarios empedernidos, coleccionistas de desamores humanos, confían cada vez más en sus perros y gatos, y no sólo porque contribuyen a aumentar la recaudación.Entre estos indigentes con mascota está Juan Moliner, de 67 años, a quien su afición a la lectura le resulta de gran ayuda para que los días se deslicen más deprisa en la esquina del Portal del Àngel con Fontanella. Juan Moliner lleva tres años viviendo a expensas de lo que le dan. Camionero de profesión, perdió su último empleo a los 64 años, cuando la empresa para la que trabajaba como autónomo cerró y se encontró en el paro a esa edad en que se está a las puertas de la jubilación. No le quedó pensión alguna porque nunca se preocupó de cotizar mientras su camioneta fue tirando.

No todos se muestran dispuestos a contar su vida para que salga en los periódicos. Seguramente porque bastante tienen con vivirla. Entre los indigentes predominan los reservados que declinan, siempre con buenos modales, explicar su historia de perdedor en un tiempo en el que lo que cuenta es triunfar. Moliner es distinto. Tiene muy asumida su situación y no se mortifica dándole más vueltas. Está viudo y su único hijo es deficiente, pero dice que lo atienden bien en un centro de la Generalitat. El resto de su familia "va a la suya" y no se lo recrimina, porque son muchos años ya los que llevan distanciados. Le acompañan cuatro perros de diferentes tamaños y un gato que conviven sin problemas. Cuando anochece, se va con sus animales a dormir a una casa en el campo que le ha prestado un amigo.

Cuenta que también en la mendicidad hay mucha competencia y poco compañerismo. "Cada uno va a lo suyo", dice, y explica que cada cual defiende como puede su territorio. El lumbago y los riñones son las partes del cuerpo que más acusan las largas jornadas que los indigentes permanecen sentados sobre el pavimento. A sus 67 años, sorprende la música discotequera que emite su voluminoso transistor y que tanto le ayuda a olvidar las penas y a llamar la atención. En sus circunstancias es fácil adivinar su lema vital: "Cuánto más conozco a los humanos más confío en mis perros".

Los jóvenes llevan peor lo de pedir y no les gusta hablar de ello. También se dejan acompañar en general por grandes perrazos, entre los que está de moda el de las nieves, que ya con los primeros calores empiezan a sudar la gota gorda. Algunos canes enseñan los dientes a los que se acercan demasiado, hasta que su amo les tranquiliza dándoles una palmada en el lomo. En el Paseo de Gràcia se puede ver a otro mendigo cuya perra loba triunfa entre los transeúntes, que se detienen a verla amamantar a su numerosa prole.

Los alrededores de la catedral también son un lugar muy frecuentado por los mendigos y algunos también llevan mascota. En la calle del Bisbe, un hombre de mediana edad aguarda a que le den limosna mientras acaricia tres gatos limpios como una patena. Muy cerca, en la puerta de la Capilla de Santa Llúcia, otro indigente ofrece estampas de imágenes religiosas como señuelo para pedir la voluntad. Su cara recuerda la de aquellos rostros que aparecían en los catecismos de otros tiempos. Pese a la apariencia bondadosa, su semblante cambió de repente y mostró su perfil menos piadoso en el momento en que una mujer de mediana edad intentó colocarse a su lado para ofrecer también estampas a los feligreses. Cada cual defiende el territorio como puede, pero de lo que no hay duda es de que nada resulta fácil cuando la comida depende de lo que se consigue en la calle.

El muestrario de animales domésticos es variado. Como el perro que exhibe en La Rambla otro indigente, ataviado con sombrero y gafas de sol, para llamar la atención. Esta estratagema no siempre es bien recibida. Algunos transeúntes lo desaprueban, porque entidenden que abusa de su mascota, que además de estarse quieta, debe soportar el disfraz. Otros, en cambio, lo encuentran gracioso. Y lo cierto es que el perro-roquero recauda bastante para su amo.

En los tiempos que corren no es fácil primero llamar la atención y luego tocar la fibra sensible. Un mendigo que prefiere no identificarse recuerda que antes de que los ciegos tuvieran resuelta la subsistencia con la venta de cupones, a los más necesitados se les veía pedir limosna: "Un día", cuenta, "un conocido estaba en los pasillos del metro de Barcelona y alguién le susurró al oído: "no te daré dinero, pero voy a ayudarte", y le escribió en una pizarra el siguiente texto: "fuera es primavera pero yo no puedo verla". El invidente no sabía que ponía, pero pronto se percató de que no cesaban de caer monedas en su plato".

Carles Ribas

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