La transparencia posmoderna.
Si hay un medio paradigmático de la evolución del discurso social en las últimas décadas, es sin duda la televisión. Conquista de un espacio de representación pública para algunos, medio manipulador de opiniones y de mentes para otros, "telebasura" para los más críticos, la televisión es, hoy día, el medio que mejor refleja el imaginario social, ese compendio sin orden ni concierto de representaciones, cajón de sastre de las fantasías colectivas, que reúne grandes deseos y pequeñas fobias, miedos irracionales o sueños inconfesables, y que actúa como formidable cámara de eco del inconsciente colectivo y de las pulsiones más invisibles. Como tal consiste a menudo en visibilizar lo invisible, dar forma a lo informe, a través de sus peculiares formas de narrar.La intimidad es uno de los objetos que, desde hace poco, más proyección tiene en los medios audiovisuales, une intimidad vuelta espectáculo, como un objeto más de consumo. Bien simbólico -y bien escaso, privado, objeto durante siglos de cuidadosa protección- la intimidad se ha convertido hoy en un objeto de intercambio, al igual que los bienes materiales y otros bienes simbólicos, como hace un par de décadas lo ha sido el sexo, más recientemente la violencia y últimamente la muerte... Esto se refleja en el éxito de nuevos programas que marcan una evolución de los formatos y lenguajes televisivos: sitcom (o comedias de situación en forma de series), reality shows y talk-shows consistentes en hacer de la comunicación misma un espectáculo, bajo la gran ley de la Variedad, y que tantos estragos están causando en la programación nocturna de muchas cadenas...
Remanente de la arcaica confesión, sucedáneo degradado del psicoanálisis, el talk-show moderno consagra la ventilación de lo íntimo como una forma más del espectáculo televisual (el imperio de lo visual sobre lo vivido). Consagra así el ojo de la cámara -instancia voyeurista, donde las haya- como ojo omnímodo, dotado de un poder-ver ilimitado que alcanza su grado máximo en Intemet con las webcams, hasta diluir la frágil frontera simbólica entre lo visible y lo invisible (el secreto, el tabú), lo bello y lo monstruoso, la vida y la muerte, lo legítimo y lo (éticamente) ilegítimo.
¿En qué medida esta espectacularización de lo íntimo no distorsiona la autenticidad de lo privado, lo irreductible de algunos objetos (la violencia), la complejidad de otros (el sexo), el misterio de unos cuantos (la muerte)...? ¿Hasta qué punto el secreto, el silencio, no son constitutivos de toda vida (social, individual)?
Con la neo-televisión se imponen nuevos modos de ver y de sentir. En todos ellos predomina un mostrar excesivo, característico de lo que he llamado la "hipervisibilidad posmodema", una obscenidad que redunda en una hipertrofia de signos, una saturación comunicativa, una visibilización a ultranza de lo privado y que, al margen de la presunta democratización de la comunicación, instauran un imperialismo de lo público (mal entendido), una intromisión hasta en los últimos resquicios de la privacidad (la muerte, el dolor, el horror). Frente a la potencia del medio, se plantea la cuestión de los límites (fácticos y simbólicos) de esta ingerencia. ¿Conquista o regresión?: That is the question...
Desde esta perspectiva, Gran Hermano, el reciente experimento televisivo de Telecinco, es el compendio de todos los mitos instituidos por la neo-televisión: la transparencia, la cercanía y la participación / integración del espectador a la construcción de realidad. Es también la síntesis de varios programas-formatos en boga: el juego-concurso, las sitcom, el reality show y el talk-show (con el añadido aquí de la Superpresentadora, familiares y amigos...). Pero este sueño de transparencia no puede evitar una cierta opacidad: la de estos falsos espejos y pasillos invisibles con sus treinta cámaras ocultas y sus montadores, la de ese gabinete de expertos que, ocultos en la oscuridad, orientan el programa, contribuyen a construir un relato a partir de una realidad a primera vista insignificante, redundante e incluso aburrida. Pero nada más alejado, sin embargo, de la realidad que este simulacro de cotidianidad: realidad recreada en laboratorio donde la funcionalidad y tecnicidad de los equipamientos televisivos priman sobre la intimidad del hogar: la casa es estudio antes que vivienda, sus habitantes son usuarios antes que individuos. No están ahí para vivir como lo harían en sus respectivos hogares, sino para representar, para hacer creíble una virtual intimidad y acercamos a ella.
Segundo mito de la neo-televisión: la cercanía. Es recreación de intimidad (simulacro de intimidad: promiscuidad) como en un experimento de laboratorio (es su coartada científica): austeridad del entorno, hacinamiento de los dormitorios, estrechez del cuarto de baño y temperatura ideal para vivir... con ropa ligera. Es por otra parte creación de una cierta proximidad entre espectadores y actores, el crear un entorno "familiar" (en el doble sentido de la palabra), unos vecinos virtuales, unas posibles e inevitables parejas, un sucedáneo de familia (o tribu, o pandilla...). Pero es aquí una cercanía totalmente manipulada, una familiaridad enteramente representada: los participantes son actores de sus propias vivencias (y lo hacen muy bien), se instituyen como personajes de ficción, de una serie virtual cuyos protagonistas podrían ser ellos, como podrían serlo de una obra teatral o de una telenovela. Hay con-fusión completa entre la realidad y su representación. Y seguramente es lo que más fascina tanto al público de masas como a la intelectualidad (aunque no quiera reconocerlo...): se borran los límites entre lo real y su doble, la realidad objetiva y la ficción virtual. Pero los participantes "viven esta realidad" observando una convención que es la base misma de toda ficción televisiva: nunca miran a la cámara, hacen como si "esto fuera verdad". Estamos en pleno simulacro, con múltiples grados...
Tercer mito, el mito participativo: asociando al público a la eliminación de los concursantes (otro símil con el juego-concurso), el programa los asocia a la construcción de un relato. El medio se consagra así como "espacio de todos" -que en el fondo no es de nadie- espacio virtual donde todo es posible, como en los juegos de rol, donde el relato se va elaborando de acuerdo con las "decisiones" de los jugadores. Es la santificación de la Audiencia -ese otro gran mito de la cultura mass mediática- como instancia de poder, como quien decide. El público ayuda así a construir lo que llamaré el Gran Relato (con toda su carga simbólica), un simulacro del relato de la vida: un relato ejemplar -aunque no realista- en el que todos nos podemos reflejar (pero ¡ojo!, aquí los espejos son espejos deformantes). No se trata entonces tanto de identificarse, sino más bien de proyectarse (proyectar nuestros fantasmas, plasmar nuestro imaginario). Del imaginario al morbo, de la transparencia al voyeurismo, sólo hay un trecho cuya frontera es a veces difícil de delimitar...
El Gran Relato es una potente máquina de producción de ilusiones (ilusión de directo, ilusión de transparencia, ilusión de comunidad, ilusión participativa, ilusión existencial...); por eso ejerce ese poder de fascinación.
Tras todo ello está el mito democrático (la ley del Público): ese "nominar" que disimula en realidad una elemental ley del Juego (ley de la selva dirán otros) consistente en eliminar con toda buena conciencia al otro (al amparo de la Regla); eliminar a esos "vecinos" que van a ser durante tres meses los participantes; una ley basada en el control y en la delación más o menos disfrazados de ritos participativos. El título del programa no es inocente: Big Brother, en la fábula de Orwell, lejos de ser una instancia protectora, es una figura omnímoda del Poder, un ojo-panopticon al que nada escapa, ni el más mínimo detalle de la intimidad de los hogares de sus súbditos.
A eso se añaden unas connotaciones mitológicas. Como a menudo, en el relato mass mediático, coexisten rasgos pertenecientes a lo arcaico con rasgos propiamente modernos y es esta mezcla la que configura un imaginario propiamente audiovisual; dos de ellos expresan sueños de corte claramente regresivos: el teatro de marionetas, combinado con la casa de muñecas que traducen el eterno sueño infantil de dominar / manipular el mundo (expresando al mismo tiempo un miedo a no poder hacerlo, a no llegar a ser adulto); y lo que podríamos llamar "la ventana indiscreta", el levantar el velo sobre el otro, el conocer la vida del vecino (lejano en las tertulias rosas: el famoso; cercano aquí: el hombre corriente, "sin calidad"); lo hace convirtiendo la televisión en un gran patio de vecindades y erigiendo al mismo tiempo el espacio "familiar" (la casa) en estudio televisivo, en cámara experimental (nupcial, familiar, íntima).
¿Queda algo de la "intimidad del hogar"? Se puede hablar todavía de "libertad individual"? Con toda seguridad estos conceptos, con los valores (sociales, simbólicos) que arrastran, ya no son operativos o, por lo menos, han evolucionado. A no ser que la neo-televisión, de la mano del Gran Hermano, marque el fin objetivo de la intimidad; no que el medio le ponga fin (visón apocalíptica), sino que el medio ratifique lo que todo el mundo intuye pero que nadie se atreve a asumir: que la intimidad en la sociedad moderna ya no existe ni como valor ni como experiencia porque ya no es objetivamente posible para la mayoría, ni siquiera subjetivamente deseada por algunos, devorada como es por los medios de difusión. La paradoja es que esta inmolación consagra al mismo tiempo una intimidad de prestado, un sucedáneo del Gran Hogar: el plató de televisión como nuevo espacio familiar, neutro, flotante, que seduce a todos y lo fagocita todo, porque no implica obligaciones ni deberes, sino el estar simplemente pendiente de su ojo, presa de su fascinación. El estudio es el Gran Hogar...
Ocurre hoy con la realidad en su dimensión privada lo que ocurrió con la historia (o la política) como discurso público: es cuando toca a su fin cuando se despierta la nostalgia de los Orígenes. ¿Habrá que volver a plantear -públicamente- lo que es (puede ser todavía, o ha sido...) la intimidad?
Gérard Imbert es profesor visitante de la Universidad Carlos III, especialista en comunicación y autor de varios libros sobre el tema
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