El inquisidor y la walkyria
Los misterios de la óperaDe Javier Tomeo. Intérpretes, Jeannine Mestre, Manuel Carlos Lillo, Emilio Gaviria. Iluminación, David Pujol. Versión, espacio escénico y dirección, Carles Alfaro. Teatro Rialto. Valencia.
Desde la adaptación de Amado monstruo, hace ya algunas temporadas, la narrativa de Javier Tomeo despierta gran interés entre los creadores de teatro, quizás debido a la construcción de atmósferas góticas y de misterio, casi claustrofóbicas, y a una resolución en diálogos cuyo aparente sin sentido algo puede deber a la literatura fantástica, siempre que la expectación por la extrañeza se incluya en ella.
En Los misterios de la ópera, Carles Alfaro aceptó un encargo para montar esta narración de Tomeo, en la que una soprano que se dispone a interpretar a Wagner se pierde por los pasillos que conducen al escenario y termina en un sótano donde un inquisidor algo perturbado la somete a toda clase de preguntas acerca de su verdadera vocación escénica. El destino que se tuerce por un accidente sin importancia aparente, tema tan del gusto de Cortázar, es sometido a prueba por Carles Alfaro, quien añade un nuevo personaje a la narración que será definitivo para el desarrollo y el desenlace teatrales de un montaje que suscita más de un interrogante sobre la confluencia de los géneros y la fusión de lenguajes. Elementos tomados de la música juegan también aquí su función, sobre todo en el personaje introducido por el director a manera de médium, un ujier que es cualquier cosa excepto inocente.
Todo esto, que resulta muy sugerente, y muy Alfaro, aún sin ser suyo por entero, se resuelve en un laberíntico espacio escénico donde la consciencia monstruosa de los personajes adquiere en ocasiones el volumen de una pesadilla sobrellevada con cierto humor, y ahí destaca la rotundidad de una Brígida (Jeannine Mestre) que lleva hasta el límite su desorbitado y farsesco personaje, con un Manuel Carlos Lillo, de la escuela beckettiana, capaz de asumir naturalmente todos los registros de su curiosidad malsana y un Emilio Gaviria cuya malignidad -de concepción, de resolución- es hilarante y definitiva. Inquietante y misterioso, cómico en ocasiones, un espectáculo que, deliberadamente, plantea más preguntas de las que responde.
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