Antígona contra Eichmann RAFAEL ARGULLOL
Es una historia que cruza los subsuelos de la historia. Antígona, la hija de Edipo, rey de Tebas, ha dado sepultura secretamente a su hermano Polinices, considerado traidor según las leyes de la ciudad, contraviniendo así las órdenes de Creonte, el nuevo gobernante. Éste, como castigo, dispone la muerte de Antígona, quien debe ser enterrada viva. Sin embargo, Antígona se suicida antes de que pueda ser ejecutada la sentencia y junto a ella también lo hace Hemón, hijo de Creonte, ferviente enamorado de la heroína y que de manera infructuosa había intentado obtener su perdón.Sabemos que los atenienses sintieron una admiración inmediata por la obra de Sófocles en la que se representaba esa vieja historia. No es fácil averiguar hasta qué punto influyó en la recepción el desenlace de la relación amorosa entre Hemón y Antígona, que había sido fundamental para el público moderno, pero en cambio no hay duda de que fue determinante, desde el principio, la valentía con que Sófocles planteó las inevitables contradicciones entre la razón de estado y la conciencia individual. Si bien era cierto que había que acatar las leyes de la ciudad, defendidas por Creonte, no lo era menos que el hombre debía respetar una libertad no escrita, misteriosa aunque tenaz, que le conducía a convertir la pasión y la emoción en responsabilidad.
Esta era la revolución de Antígona: ser el primer personaje de la literatura universal en el que la pasión personal se transforma en responsabilidad moral, más allá del orden político de los hombres o del orden teológico de los dioses. El acto de Antígona, que parte de la pasión del amor fraterno (la sepultura de Polinices) y culmina en la pasión de la propia elección (el suicidio), desafía los consensos sociales al exigir un lugar irreductible para la emoción, para la alegría y la tristeza, para el luto. Por eso Antígona ha sido tan peligrosa, y por eso ha sido también tan fascinante en la historia cultural y moral de Europa.
A ese peligro y a esa fascinación se refirió en su momento George Steiner en su obra ya clásica Antígonas, ahora reeditada entre nosotros (Gedisa, Barcelona, 2000): un exhaustivo recorrido por los rastros de la heroína de Sófocles a través de la literatura, la filosofía y la música occidentales. En todos los casos, la grandeza, a menudo anárquica y desordenada, de Antígona está relacionada con su capacidad para poner en jaque los poderes del orden y de la estructuración. Antígona reaparece allí donde, de repente, una inquietante grieta de libertad amenaza las sólidas arquitecturas de la razón de estado o una ráfaga de aire puro pone en evidencia la pesada atmósfera de la moral colectiva. Veinticinco siglos después, Antígona es un antídoto frente al totalitarismo.
No hace mucho le escuché decir a George Steiner que el principal enigma del siglo XX era averiguar cómo podía haberse dado históricamente aquel hombre que había sido capaz de torturar a un prisionero y deleitarse con un concierto de Mozart en el plazo de unas horas. ¿De dónde surge este hombre que cree perfectamente razonables y compatibles ambas actividades?
El problema suscitado por Steiner es, en efecto, el más espiritualmente trabajado. Hemos hablado mucho de lo demoniaco y lo inhumano de Hitler o Stalin, pero nos hemos atrevido muy poco a penetrar en las esferas interiores de este "tranquilo hombre totalitario", de este monstruo que aparece ante los demás, y sobre todo ante sí mismo, como un ciudadano moralmente irreprochable. Hemos denunciado las raíces utópicas de las ideologías totalitarias, pero hemos olvidado, por cobardía o directa aprensión, señalar al monstruo gris, aséptico y ordenado que vive entre nosotros. Para explicarnos al hombre puesto sobre el escenario del siglo XX por Steiner, no es suficiente observar los grandes incendios. Es necesario recordar los pequeños hielos cotidianos, las servidumbres de la moral establecida, los miedos del burócrata, la prepotencia del archivero.
En mi infancia, entre imágenes borrosas y legendarias, vi a este archivero del alma, a este pétreo burócrata de las emociones, al monstruo gris. Entonces sólo lo sentía, sin saberlo, cuando veía la cara apenas sin personalidad de aquel Adolf Eichmann, juzgado al parecer por crímenes horrendos, pero que a mí me parecía tan insignificante que me resultaba imposible de asimilar. Recuerdo a Eichmann en el proceso de Jerusalén que lo llevaría a la muerte: impasible, opaco y, lo peor de todo, normal.
Si se hojean los recién publicados diarios de Eichmann se encuentra una respuesta, aunque sea pálida, a la pregunta planteada por Steiner. No son -o no son únicamente- los grandes envenenamientos del espíritu, las grandes teorías, las doctrinas delirantes, los factores decisivos de la destrucción; son la rutina del funcionario, el latido regular del burócrata, el aburrimiento mortal del clasificador los que acaban por conformar los muros. Los diarios de Adolf Eichmann, el catalogador de la "solución final", son monumentos de la antiimaginación, pero, precisamente como tales, se hallan más próximos a la vida cotidiana del hombre cuando ésta se manifiesta desde el lado de sus miedos y carencias.
Antígona, por el contrario, es la vida humana volcada hacia aquel exceso que permite a la conciencia rastrear en sus propias elecciones. Un territorio que permanece libre frente a lo exigible, o a lo recomendable, o a lo conveniente. Allí donde el monstruo gris queda fuera.
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