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Cultura y libertad (a propósito de Buero Vallejo) FRANCESC DE CARRERAS

Francesc de Carreras

Hace un par de semanas murió Antonio Buero Vallejo. Ha sido un grande del teatro español, probablemente el más fecundo y sólido autor del siglo. Construyó su obra con la parsimonia de los creadores potentes: pieza tras pieza, iba haciendo partícipes a los demás de todo aquello que era y pensaba. Fue un hombre decente, el mejor elogio que se puede decir de alguien que ha dejado de estar entre nosotros. Nunca fue tras el poder, incluso cuando fue marginado por no querer entrar en la farsa del mundo social y cultural. Él estaba en su rincón, escudriñando el mundo tras su pipa, trabajando en serio. Lento y seguro.En tiempos difíciles fue para muchos un maestro. Me atrevo a hacer este artículo porque en esos tiempos fui un seguidor impaciente de sus obras y, con ciertas personas, uno quiere saldar, a su modo, antiguas deudas personales. Dí con Buero por primera vez al representar en una sesión de colegio, años cincuenta, En la ardiente oscuridad, drama metafísico, apropiado para la edad en que uno busca seguridades porque aún cree y espera de ellas. Historia de una escalera ya era, en aquellos primeros sesenta, obra de culto. Describía exactamente la historia de todas las escaleras que nunca nos habían contado, aquellas que no sabíamos ni que existían, que nos escondían para que vivierámos ignorantes y felices. Había una censura para los libros de una cierta historia, pero Buero nos contaba -sin que lo percibieran los censores- aquello que había pasado y continuaba pasando en nuestro país a través de la parábola de una escalera que era todo un mundo, nuestro mundo. Empezamos a entender algo de todo aquel enredo gracias, entre otros, a Buero Vallejo. En todo caso, comenzamos ya a comprender algunas cosas y sabíamos que a través de la cultura podríamos entender otras, puede que muchas más, quizá todas.

No se hacía mal teatro de boulevard en el Madrid de los años cincuenta. No era nada despreciable la inteligencia escéptica de Edgar Neville, el suave sarcasmo de López Rubio, la coña burguesa de Miguel Mihura o la ambición -que luego se reveló vacía- del primer Alfonso Paso. Pero después estaban los otros. El existencialismo atormentado de Alfonso Sastre casi siempre resultaba fallido, pero lo seguíamos fielmente, deseosos de que algún día nos diera su obra definitiva. A principios de los sesenta se estrenaron con gran éxito dos obras espléndidas de autores nuevos, prometedores, que luego no tuvieron continuidad: El tintero, del irónico Carlos Muñiz y La camisa del recio Lauro Olmo. Ésta segunda nos emocionaba hasta ponernos la piel de gallina y también allí encontrábamos aspectos de nuestro mundo que la inútil censura -familiar, escolar, religiosa, social o la del llamado Ministerio de Información y Turismo- intentaba ocultar. En otros campos, teníamos a Bardem, a Berlanga, a Juan Goytisolo -¡Campos de Níjar!-, Aldecoa, Sanchez Ferlosio, Paco Candel, Destino, El Ciervo, Índice, Revista, ésta ultima tan injustamente olvidada. Llegó también La caza, de Saura, otra parábola. Había muy poco más.

En este panorama, la obra de Buero tenía un vuelo distinto y superior, más universal, menos del momento: eran obras de una contundencia más grave. Hoy es fiesta volvía al tema de la escalera pero con mayor madurez intelectual y escénica: mostraba de nuevo cómo vivía entonces la España pobre de las grandes ciudades, los "españolitos" de Machado trasladados al Madrid franquista de los años cincuenta. A través de Un soñador para un pueblo, con un soberbio Carlos Lemos haciendo de Esquilache, entendí para siempre lo que era el despotismo ilustrado, sus ventajas, sus riesgos, su seguro fracaso. Después vinieron otras piezas, nuevas preocupaciones. Pero son sus obras de los primeros tiempos, vistas o leídas en la adolescencia, las que quedaron fijadas en mí para siempre: gracias a Buero podía empezar a ver desde la oscuridad de los invidentes, conocer una sociedad viva y real a la que no había tenido ocasión de acceder, comprender la a veces insalvable distancia entre la racionalidad del poder y la pasión del pueblo. Buero me ofreció todo esto con creces: simplemente quiero darle públicamente las gracias.

Pero mi impagable deuda con Buero me lleva a consideraciones de tipo más general sobre las relaciones entre las personas y la cultura. Es obvio, después de lo dicho, que la obra de Buero en cierto momento de la vida condicionó aspectos importantes de mi formación cultural y, por tanto, se puede decir que una parte de mi cultura -de mi personal e intransferible cultura- se la debo a él, a la lectura o a la experiencia de asistir a una de sus obras. Como él, podría citar a otros muchos hombres de teatro de la época: de Chejov a Arthur Miller, de Tennessee Williams a Camus, de Osborne a Sartre. Pero Buero y los demás ¿pertenecen a mi cultura, como también pertenecen a ella Pla, Espriu o Vicens Vives? Para mí, ello resulta indudable. Y, sin embargo, seguimos empeñados en encapsular las culturas bajo terminología geográfica: catalana, española, francesa, inglesa. ¿No será que estamos utilizando la misma palabra para denominar conceptos diferentes? En unos casos hablamos de la cultura como libertad y en otros de la cultura como ideología impuesta.

Quizá deberíamos reclamar el derecho de poder escoger nuestra propia cultura, es decir, optar por no hacer ni caso del aparente deber de asimilarnos a la cultura de la cual dicen que es "la nuestra". Quizás, entonces, consideremos que la libertad consiste precisamente en escapar a la cultura -que en esta acepción no es otra cosa que mera ideología- que nos quieren imponer. Quizá adquirir nuestra propia personalidad es poder determinar en libertad cuál es nuestra propia cultura, es decir, cómo transformamos las múltiples opciones culturales, los muy variados modelos de vida posible que se nos ofrecen, en el modelo que tomamos como propio, es decir, en nuestro propio e intransferible modelo. Todo ello, naturalmente, si fundamentamos la cultura en la libertad.

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