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El infierno

Papá prometió que nos llevaría a los cacharros, y Olga y yo estuvimos muy contentos y nos dejamos vestir sin pelearnos: me lavé los dientes, me coloqué los calcetines yo solo, me dejé peinar con agua y colonia y soporté como un hombre los tirones del peine hasta sentir que el cráneo me palpitaba, mucho. A Olga la disfrazaron de flamenca y parecía un pastel de color azul con lunares, con una insoportable quincalla de peinetas y plásticos en la cabeza; también ella se portó bien y sólo protestó a la hora de hacerse el moño, porque al estirarle la melena le dolían las sienes. Papá nos montó en el coche y me dejó ir en el asiento de delante, y yo luchaba con Olga que me pegaba con el abanico y papá nos daba manotazos. Estuvimos lo menos una hora atascados en mitad de una muchedumbre de coches, porque pasaban dos señores con sombrero montados en caballos, y papá insultó y tocó el botón del claxon hasta que Olga se puso a llorar, y otro señor asomó la cabeza por la ventanilla de su coche y mandó a papá a algún sitio que sonaba mal, papá se enfadó tantísimo que a punto estuvo de soltar el volante y abalanzarse sobre él.Dejamos el coche lejos, muy lejos; cuando llegamos a la feria me dolían los pies y las rodillas y sólo quería sentarme, y Olga arrastraba el faldón de su traje por la arena y los charcos. Primero subimos al pulpo, porque a mí el pulpo me gusta mucho, y parece que el mundo se hunde y vuelve a ascender cuando te sientas en la cabina, y los edificos y las personas bailan, se escoran, se vuelven borrosos. Luego Olga se tiró en mitad del suelo porque quería un algodón, y papá no quería comprarle el algodón: el pulpo, los ponys y la noria como mucho, decía, o eso creía yo que decía, porque con la música y las voces de las tómbolas apenas se le podía oír. Los ponys eran animalitos tristes que paseaban aburridamente, en círculos, sobre una plataforma con luces; Olga tiraba al suyo de las riendas hasta obligarle a torcer el hocico, pero él no aceleraba, no hacía nada. Desde lo alto de la noria la feria es más pequeñita, casi insignificante, y el ruido se ensordece hasta volverse un murmullo: a mí me gusta imaginar que podría retirar todas las casetas y aquellos hombrecitos diminutos con sólo agitar las manos.

La gente le llama a esto la Calle del Infierno, y yo no lo entiendo porque no es una calle, pero sobre todo no lo entiendo por lo de infierno; mucho peor es lo de luego, cuando papá nos saca de allí y nos arrastra y nos pega una bofetada si exigimos un peluche, y nos conduce por un sitio lleno de barro y de lámparas de papel, donde hay demasiada gente. Nos mete en una caseta y nos manda callarnos a cambio de una cocacola, y allí estamos Olga y yo, en la esquina, algo acorralados, molestos por esta música tan pesada que se repite tantas veces, siempre la misma sin que nadie la cambie, y donde señores que bailan nos empujan o nos acarician sin poder hablar bien y sin poder mantener el equilibrio. Y allí nos aburrimos hasta las cinco de la mañana, sin que papá ni mamá nos hagan caso y ni Olga ni yo tengamos más ganas de pelearnos; sólo nos apetece derrumbarnos, dormir, soñar con unos cacharritos que no se acaban nunca, con una noria que jamás cesa de dar vueltas.

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