Y el monje voló al cielo
Con la escueta aritmética del palmarés, los cuatro grandes han sido Merckx, Anquetil, Hinault e Induráin; un belga, dos franceses y un español. Son los únicos ciclistas que han ganado cinco veces el Tour de Francia, y un Tour equivale cuando menos -con mayoría absoluta, no relativa- a todo el resto de la temporada. Apurando, el mayor de los mayores sería entonces el belga, que devoró más victorias que nadie.Pero hubo en el ciclismo ya contemporáneo dos italianos, uno mundialmente aclamado, Fausto Coppi, y otro más regional y recogido, Gino Bartali, que, de no haber mediado una guerra mundial, hubieran competido en esa augusta relación. El segundo gran conflicto europeo que luego se haría planetario, impidió en la primera mitad de los 40 que compitieran suficientemente en la acumulación de rondas francesas, primero el uno contra el otro, y más tarde sólo para la historia. En Francia, ocupada desde junio de 1940 por Alemania e Italia, no estaba la madalena para esos tafetanes.
Gino Bartali, en una época en la que el ciclismo no había aún desbordado la orilla izquierda del Rin, ni cruzado el Canal de la Mancha, siempre al norte de Gibraltar y de Messina, era una muestra viviente de la relación profunda entre este deporte y las naciones sucesoras del primer imperio romano, la latinidad, y la cultura católica.
Nada más parecido que la escalada hasta el cielo visitante de las cumbres a la justificación por las obras, que había provocado la división de Europa cuatro siglos antes en formas alternativas de hablar con Dios. Las obras de Bartali, al que sus contemporáneos apodaron el monje volador tanto por su fe como por su aspiración de contemplar la tierra desde lo más alto, buscaba sus obras con final en la cima, como si quisiera alcanzar las alas antes de que le llegara su hora.
En ese tiempo, en el que culminaba la desdicha de entreguerras, y con el lapso doblemente criminal -asesino del hombre y del deporte- de la II Guerra, y se prolongaba ya doliente hasta muy comienzos de los años 50, el ciclismo de alta competición se llamaba Coppi-Bartali. Y no podían formar pareja más completa ni más diferente.
Curzio Malaparte dijo de ellos: "Gino irradia calor humano, Fausto despide un aura de soledad". Coppi era la existencia atormentada, el desorden de una vida, la elegancia un tanto aristocrática de la transgresión, mientras que Bartali encarnaba la convicción, la tenacidad, la fe de un trabajador honrado que se exige la proeza personal del sacrificio. El vicio y la virtud. Y ambos adorados por un público, que muchas veces era el mismo, por razones tan distintas como sus propias personalidades.
Las comparaciones ya sabemos que además de odiosas son inútiles. El ciclismo actual se esconde en el equipo y desarrolla ambicioso la táctica, para hacer más soportable un esfuerzo que toda la high-tech no podrá anular jamás; el cronómetro y la farmacia se han convertido en predecibles útiles de la victoria. Calcular segundos y combinar productos con técnicos, asesores, científicos, psicólogos, y acólitos de toda laya. En aquella temporada, en cambio, que habitaron los ciclistas como Bartali se contaban las diferencias al menos por minutos, a las bicicletas se les pedía que tuvieran preferentemente dos ruedas, y la montaña y la carretera mejoraban cuanto más pre-industriales fueran al pedaleo.
Si una locura de casi seis años y más de 50 millones de muertos no hubiera sido el doloroso e impracticable ecuador de aquellas vidas deportivas, la lista de los escogidos leería hoy con algunos nombres más y en un orden distinto. Sobre Coppi, el consenso es seguramente indiscutible. Bartali fue, sin duda, menos obvio, un proyecto en el que la vida deportiva y la personal se confundían en un solo esfuerzo hacia los adentros.
Por eso, el monje ha podido, a los 85 años, volar definitivamente al cielo.
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