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Un pragmático sentimental

Luis Fernández es ante todo un prágmático. Probablemente un pragmático sentimental, dado a encariñarse con las cosas y con las personas. Su condición de inmigrante en todas partes, le ha hecho convenir que las personas están por encima de las cosas, por mucho que estas habiten en rincones venerados de la política o la tradición. En cierto modo, Luis Fernández nació entrenador de fútbol, con la maleta a cuestas y el despido siempre pegado a los bolsillos. De Tarifa tiene quizás las pinceladas que guarda en la retina un bebé de 14 meses que toma el camino a Barcelona. De Catalunya se le ha quedado grabada la imagen de su padre muerto en la cama de su casa. A los seis años estas imágenes permanecen para toda la vida. De Lyón, la multinacionalidad y el mestizaje de una barriada obrera, muchos amigos que correteaban por la calle y buscaban un trabajo para contribuir al sostenimiento de familias humildes y casi siempre numerosas (la suya era de seis hermanos).

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De París, el descubrimiento en el final de la adolescencia de una ciudad enorme y bella, abierta a los ojos solitarios de un muchacho de 17 años. Allí conoció el éxito y el reconocimiento. Pero si en París descubrió el dinero, en Lyón había conocido un asunto previo y fundamental: el valor del dinero. París también le enseñó lo que puede significar una lesión: el final de la carrera.

Y vuelta a empezar. Una gloria del fútbol francés recalaba en un equipo menor, el Cannes,para estrenar una carrera hacia lo desconocido. El hatillo que le había llevado por las fronteras interiores y exteriores en otros tiempos, tenía ahora el pedigrí del emigrante cualificado que se somete a nuevos retos.

Luis Fernández siempre vuelve a París. Y allí alcanzó la gloria en su club nodriza, el París Saint Germain, donde aún se recuerda su nombre con un halo de admiración.

La apuesta por el País Vasco no era pequeña. Luis Fernández volvía a España, a un lugar y a un equipo complejos, con poco que ganar (deportivamente) y quizás mucho que recordar de "aquellos tiempos duros del franquismo", cuando su madre decidió que era mejor emprender la aventura francesa que retornar a Tarifa, de donde habían salido.

El hijo de aquel camionero andaluz, que iba a los mercados de Lyón y trabajaba en una oficina, se había convertido en un ciudadano del mundo, apolítico, religioso hasta cierto punto y devoto del mestizaje, que descubrió en el País Vasco un lugar seguro y agradable para vivir.

En su familia conviven su Dios difuso con la religión judía que profesa la familia de su mujer. En su círculo de amistades habitan "moros, portugueses, italianos", a los que no olvida. Muchos de ellos siguen inmersos en aquellas circunstancias duras que vivió en Lyón. Pero asegura no haber retirado jamás su mano ni su recuerdo.

Del País Vasco se lleva una buena trayectoria deportiva y un pedazo de salud: aquí dejó de fumar sus cajetillas de Rothmans y rebajó las dosis incalculables de cafe. Algo tuvo que ver Sabino Padilla en ese cambio del cigarrillo por el chupa chups.

Por eso insiste a menudo en la calidad de vida del País Vasco. Algo que para él pasa inexorablemente por vivir en una ciudad segura. Apegado a la familia, sin resquicio alguno, la seguridad es lo primero. El 30 de junio cerrará las maletas y volverá a París a resolver su inmediato futuro. Cambiar de aires ha sido su identidad más acusada desde que nació.

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