Pequeño Hermano
Hace algunos días unos jóvenes valencianos organizados en dos pandillas enemigas destruyeron varios coches en barrios del extrarradio de la ciudad de Valencia; recientemente ha habido una recidiva, así que la cosa va para largo. Poco antes unos jóvenes sevillanos sembraron el terror en la ciudad de Sevilla durante los actos de la Semana Santa y estuvieron a punto de causar una catástrofe. Lo notable de estos dos sucesos no es su coincidencia temporal sino sus similitudes sociológicas. Estos chicos no eran jóvenes marginales, pertenecían a la clase media acomodadada, a la que lee los periódicos. Se trataba de unos sinvergüenzas, pero no dejan de ser nuestros sinvergüenzas.Que los jóvenes marginales den rienda suelta a sus frustraciones personales tomándola con el mobiliario urbano, con los vecinos y con todo lo que se les pone por delante ha dejado de ser noticia. Las ciudades españolas conocen espacios degradados en los que la suciedad convive con la droga y las ruinas se ven moteadas de vez en cuando por solares desolados en los que se practica la prostitución. Lo feo llama a lo feo, lo deprimente a lo deprimente, y como las vidas que llevan no pueden ser ni más feas ni más deprimentes, lo extraño sería que fuese de otra manera. Los medios de comunicación tan apenas se hacen eco de este gamberrismo tradicional. En el fondo hemos llegado a aceptar que el actual modelo económico tiene sus servidumbres y que resulta inevitable que la bonanza de unos vaya dejando al margen a muchos otros. Los homeless del mundo son una lástima -decimos-, pero tan apenas molestan, por lo que solemos soportarlos sin rechistar y con un punto de lástima. Al fin y al cabo tienen el detalle de circunscribir sus actividades a sus barrios degradados, así que todo va bien.
Incluso cumplen una función urbanística reguladora: cuando el entorno esté suficientemente destruido, ya se encargará la piqueta municipal de tirar lo que quede e higienizar la zona arrinconando a los perdedores un poco más hacia las afueras.
Lo de la quema de coches en Valencia, como el episodio sevillano, fue otra cosa y de ahí que haya retenido la atención informativa durante varios días, lo cual, en plena quiniela política y cuando está a punto de terminar una liga de infarto, no es poca cosa. ¿Cómo es posible? ¿Acaso no tenían de todo? ¿Acaso no les sonríe la vida? Precisamente por eso, han sancioado los psicólogos y los educadores. Nuestro actual modelo educativo, basado en la satisfacción de los instintos primarios y en la renuncia al hábito del esfuerzo personal y de la consecución de metas ideales, ha resultado ser un fracaso y o lo enmendamos a tiempo o el panorama se nos presenta sombrío.
Mas aun siendo todo esto verdad, no es lo que aquí me interesa. Nuestros jóvenes sinvergüenzas son el resultado de la mala educación que les hemos dado, pero no han perdido del todo el sentido de clase. Al fin y al cabo tuvieron buen cuidado en llevar la quema a los barrios del extrarradio y en abstenerse de practicarla en los suyos propios. Es un detalle. Son como los nazis que se divertían en el gueto judío o como los blancos del Ku-klux-klan que aterrorizaban a los negros.
No exagero: por supuesto que quemar coches es otra cosa, mas todo consiste en traspasar una frontera y, una vez dado el paso, tan apenas importa que violemos la intimidad, las propiedades o la vida del otro. Ya verán qué poco tardan estos jóvenes en descubrir que los inmigrantes pueden ser sus coches humanos. Si no han empezado ya.
Y hablando de intimidad. Andan estos días los especialistas en televisión y los espectadores en general alborotados a propósito de un bodrio titulado Gran Hermano. Como saben, el programa, que se limita a repetir experiencias recientes de otros países, consiste en encerrar a varias personas durante tres meses para que convivan (?) y realicen todas sus funciones fisiológicas delante de la cámara durante las veinticuatro horas del día. Ya desde el título se sugiere una analogía con el mundo orwelliano que casi todos los analistas han subrayado también: el de Gran Hermano es un mundo sin intimidad, un porno social blando sospechosamente parecido al nuestro. Sin embargo, las apariencias engañan: en la novela de Orwell se vigilaba a los elegidos y se dejaba al margen a los otros. En el programa de marras no sucede esto. ¿Quiénes son los protagonistas? Pobre gente, parados o con contratos basura, que necesita violentar su intimidad personal para ganar los veinte millones prometidos.
Mientras tanto los demás, casi todos de clase media, según ponen de manifiesto los sociólogos, nos solazamos con sus miserias y, como en el circo romano, abatimos el pulgar para determinar cada semana a quién echamos a los leones.
Este distanciamiento del otro, este convertirlo en motivo de diversión no es, por desgracia, animal, sino profundamente humano. En la naturaleza las fieras no se divierten con la agonía de las presas, las matan rápida y eficazmente para devorarlas al punto. Hacer sufrir a los demás como espectáculo es una prerrogativa humana. Y entre los adultos que hemos hecho posible Gran Hermano y los adolescentes que aterrorizan a los vecinos de los barrios humildes tal vez existan más similitudes de las que parece. Incluso puede que estos sean simplemente unos discípulos aventajados de aquellos.
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