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Tribuna:LA HORMA DE MI SOMBRERO
Tribuna
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Albert Cossery JOAN DE SAGARRA

Llevo una semana recorriendo la provincia de Cáceres, en coche, con mi mujer y unos amigos, los Marsé (Juan y Joaquina) y los Marquesán (Lluís y Magda). Me acompañan también en el viaje los bartlebys de Enrique Vila-Matas (Bartleby y compañía, el último libro de Enrique, que ya va por la tercera edición y del que me dice que un agente de Londres ha hecho un informe cojonudo que puede abrirle las puertas del mercado anglosajón); el último libro de Albert Cossery, Les couleurs de l'infamie (Editions Joëlle Losfeld, París, 1999, libro que compré una tarde con Enrique en la Central); dos criaturas simenonianas: el doctor Mahé (Le cercle des Mahé) y el mediocre y vengativo Kees Popinga (L'home qui regardait passer les trains); dos cajas de habanos Punch y un par de botellas de whiskey Jameson (creía que no iba a encontrarlo por tierras de Extremadura, pero lo encontré, y nada más y nada menos que en Nuñomoral, en plenas Hurdes, en el bar de Eulogio Duarte, un bar que además tiene el encanto de lucir en una de sus paredes una gran foto de Marilyn Monroe, en Bus stop, mostrando unos muslos rotundos, como diría Marsé).Ayer por la tarde (el viernes, para el lector) regresamos a Trujillo después de visitar las Hurdes y el valle de las Batuecas, que si bien se halla en la provincia de Salamanca, no deja de ser un valle más de las Hurdes (a las Hurdes, antaño, se las llamaba las Batuecas, las Batuecas del duque de Alba). Las Batuecas es una región que le encantaría a mi primo Enrique: fue, y sigue siéndolo en menor medida, una zona rica en bartlebys, en su versión eremita. Una de las más famosas ermitas de las Batuecas, el Desierto de San José de Batuecas, convento de la orden de los Carmelitas Descalzos, fundado a finales del siglo XVI por el padre Tomás de Jesús, es la ermita llamada del Alcornoque. El padre Francisco de la Cruz la describe con estas palabras: "Allí no se puede estar si no es medio echado. Hallé una tabla con una piel de cabra y media manta, una cruz, una calavera, dos libros y el breviario, un pedazo de corcho, que cubría un cilicio muy riguroso y una disciplina llena de rallos y otra cadena con puntas de acero... Delante de la puerta había un portalillo y encima un cráneo humano y dos huesos cruzados e incrustados en el tronco. En la puerta de entrada se leían estas sublimes palabras: MORITURO SATIS (para quien ha de morir)...".

En cuanto a Albert Cossery, el escritor egipcio en lengua francesa, la iguana del hotel de la Louisiane, en la parisiense calle de Seine, en Saint-Germain-des-Prés, no puede decirse que sea un bartleby tan radical como los ermitaños de las Batuecas, sobre todo en lo que se refiere a cilicios y disciplinas (Cossery ha sido y, a sus ochenta y tantos años, sigue siendo un gran mujeriego, como sus amigos Camus, Vailland y Giacometti), pero comparte con los ermitaños su afición por los alcornoques, en su caso una modesta habitación en el hotel de la Louisiane, la misma habitación desde... ¡1951! Cossery se levanta tarde, a eso de las once, se prepara un cafetito, se lava, se viste, sin prisas, da un vistazo al correo -al que nunca responde- y a las 14.30 horas, tant si plou com si fa sol, sale del hotel, se da un garbeo por el barrio y termina sentándose en una mesa del Café de Flore. Y así, día tras día, desde hace 49 años.

Cossery piensa en árabe y escribe en francés; sus novelas transcurren en Egipto, principalmente en la ciudad de El Cairo -Al Kahira, la Victoriosa-, donde nació en 1913, y sus personajes son egipcios, marginales, vagabundos, orgullosos, con un gran sentido del humor. Albert Cossery, como buen bartleby, escribe un libro cada 10 años (el último, el que llevo en la maleta, ha tardado 15 años en escribirlo). Dice no tener prisa, "puisque j'écris toujours le même livre" (porque escribo siempre el mismo libro). "Je n'écris", dice, "que... lorsque j'ai quelque chose d'original à dire, et si je ne trouve pas, je n'écris pas. Si c'est pour ne rien dire... D'abord ce serait de la fatique inutile, donc j'ai tout le temps!" (no escribo a no ser que tenga alguna cosa original que decir, y si no la encuentro no lo hago. Si es para no decir nada... Primero sería un esfuerzo inútil, pues tengo tiempo).

El secreto de Cossery, novelista sumamente perezoso, traducido a un montón de lenguas -su primera novela, Les hommes oubliés de Dieu, fue editada en Estados Unidos, en 1940, por Henry Miller, que era un fanático del egipcio-, con una legión de lectores, preferentemente jóvenes, es la falta de ambición: "Je n'ai jamais désiré una belle voiture, je n'ai jamais désiré autre chose que d'être moi-même. Je peux marcher dans la rue avec les mains dans les poches, et je me sens un prince" (nunca he deseado tener un bello coche o cualquier otra cosa que no que no ser yo mismo. Puedo salir a la calle con las manos en los bolsillos y me siento un príncipe), confiesa el escritor. En una de sus novelas, La violence et la dérision, le pillé unas lineas que bien podría suscribirlas mi amigo Juan Marsé, el cual estos días, ante la inminente aparición de su nueva novela, se prodiga en entrevistas en los periódicos, suculentas entrevistas: "Devenir ministre? Peux-tu imaginer une ambition plus sordide? Ah! je t'en prie, ne parle pas de ces gens-la!" (¿llegar a ser ministro? ¿Puedes imaginar una ambición más sórdida? ¡Ah! te lo ruego, no hables de esa gente).

Albert Cossery, uno de los dos escritores franceses con los que me agradaría merendar -el otro es Gracq-, no figura entre los bartlebys de Enrique Vila-Matas. Confío en que lo incluya en la próxima edición de su divertidísimo libro, a ser posible en la inglesa. Se lo merece. Y más ahora que Cossery dice que no va a publicar más, que ha roto el lápiz -escribe con lápiz-, y que, después de una operación, apenas habla.

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