¿Alguien conoce a Raúl?
Después de las últimas incidencias de la Liga de Campeones, los expertos vuelven a calcular el verdadero tamaño de Raúl. No sólo se trata de resolver un problema de estatura profesional, sino sobre todo de identidad. ¿Se corresponde este muchachito de mirada crepuscular con alguno de los modelos clasificados en nuestra memoria de espectadores? ¿Pertenece a la apreciada estirpe de los jugadores de club, gente capaz de compensar la falta de talento con la lealtad? ¿Utiliza su nariz de sumiller, sus canillas de galgo y su porte desgarbado para disfrazarse de Don Cualquiera? ¿Está emparentado con alguno de esos terribles depredadores a quienes la naturaleza ha reducido a una enorme dentadura? ¿Es un milagro pasajero o un genio camuflado en la figura anodina de un futbolista de arrabal?Cuando se estableció en el primer equipo sus seguidores más exigentes solían colgarle una etiqueta: a primera vista era un jugador más, carecía por ejemplo de la habilidad eléctrica de Savio, de la exuberancia muscular de Roberto Carlos o, en resumen, de la complicidad sensual que los futbolistas especiales habían mantenido siempre con la pelota. En principio sólo parecía uno de esos goleadores furtivos que a falta de alguna cualidad extrema aprenden a vivir de su instinto. ¿O era un chico que por la fuerza de la necesidad había desarrollado una ambición descomunal? Eso explicaría su rebeldía de ganador, su obsesión por dominar el oficio y el atrevimiento casi temerario que sólo se perdona a los jugadores de época.
Como buen pícaro urbano, sabía apostarse en los cruces de caminos. Su participación en la vida del equipo era irrelevante; algún movimiento de ayuda, algún gesto de ánimo o unas pocas apariciones en el juego de mantenimiento. De pronto, con el oportunismo de los carteristas, se apoderaba de la pelota, armaba la zurda, parecía tener una repentina inspiración, apuntaba a la escuadra, metía un toque de lujo y, ahí va ese boomerang, volvía a firmar el gol de la semana. Así ganó su segunda Liga española con diecinueve años, su primera Liga de Campeones con veinte y su primer Trofeo Pichichi con veintiuno.
En esta temporada, después de marcarle dos goles en Old Trafford al campeón de Europa, ha servido otros dos ante el vigente subcampeón en el Bernabéu, y en el mismo viaje se ha comprometido con la delicada misión de resucitar a Nicolás Anelka. Para ello está practicando intensamente una sutileza que resulta vagamente familiar. Hace unos años la había patentado cierto jugador danés que huyó con la sirena de Copenhague después de demostrar que el fútbol es el arte de lo imprevisible. Vestía su uniforme de terciopelo, se descolgaba hasta la tierra de nadie, recogía la pelota con un leve efecto de freno, miraba fijamente al abnegado carrilero que subía por la banda, y de pronto, hale hop, dejaba al delantero centro listo para el gol a una cuarta del punto de penalti. Sabemos que Raúl le llamaba de tú a tú, es decir, Michael, y sospechamos que se ha propuesto revisar su repertorio. ¿O es que este muchacho que mira como un samurai es capaz de transformarse a voluntad en el genio que invoca?
Después de superar la fase Hugo Sánchez, ahora resulta que está en fase Laudrup y que nos impone un nuevo reconocimiento. Pero, aunque sepamos que ha fascinado por igual a Valdano, a Capello, a Guardiola y a Hesp, hoy por hoy no nos atrevemos a hacerle un retrato definitivo, como no nos atrevemos a comparar la música con el veneno.
O, mejor aún, confesemos la verdad: a ratos le confundimos con el encantador y a ratos con la serpiente.
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