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Una llaga común.

Víctor Gómez Pin

André Malraux, veterano en combates morales que en general se habían revelado ilusorios, sostenía, en un momento de evidente desesperanza, que sólo el arte era susceptible de redimir lo intrínsecamente indigente de nuestra condición, susceptible de hacer soportable el hecho de que el espíritu sea inevitable partícipe de la entropía biológica. Comprometido en el sector republicano en la guerra de España, y más tarde con la causa de la Revolución china, el que fuera ministro de Cultura del general De Gaulle manifestaba así su convicción de que las distancias (ideológicas, políticas o de circunstancias socio-económicas y afectivas) que separan a los humanos no lograrían jamás enturbiar el hecho determinante de que una llaga común, una matriz intrínsecamente quebrada, constituye nuestro origen y que nuestra tarea esencial (paradigmáticamente encarnada para A. Malraux en la obra de arte) es confrontarse a tal llaga.Cabría incluso decir que las distintas modalidades de ordenación social tienen legitimidad ética sólo bajo la condición (necesaria y suficiente) de que en cada una de ellas se perfile como horizonte esencial el alcanzar la situación en la que todos los ciudadanos, cualquiera que sea su estatuto en la jerarquía económica y cultural, tengan como rasgo irrenunciable el confrontarse a la tarea de "mirar, medir, sondear" y eventualmente superar el abismo en el que nuestra condición se forja.

En esta tarea, el arte juega indudablemente un papel importante, pero posiblemente no exclusivo. Podría incluso decirse que, en las modalidades socialmente más inmediatas de su manifestación, el arte es más bien ocasión de desviar la atención de aquello que a todos concierne. Así cuando el arte es concebido como mero complemento ornamental de la existencia, vehículo entonces de diversión más bien que peldaño hacia la lucidez.

Pues el fermento en el que fragua la auténtica obra de arte no es sino una radical disposición del espíritu, que se da en el artista tan sólo porque el artista participa de la condición humana, y ha tenido la fortuna de no haber sido mutilado en lo que constituye el rasgo intrínseco, la naturaleza propia, de tal condición. La tensión que apunta a resolverse en la obra de arte está tan lejos de ser milagrosa singularidad de un sujeto, que lo sorprendente es que no se manifieste en todos y cada uno de nosotros. Sorprendente y hasta profundamente escandaloso, pues la constatación de tal carencia hace surgir la pregunta: ¿qué se ha hecho con nosotros para que nos consideremos indignos de afrontar el desafío que nuestra naturaleza conlleva?

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Hay razones indisociablemente éticas y estéticas para renunciar y repudiar toda modalidad de arte que parta de la división entre vida espiritual propia a gente universalizada por la información (gente refinada por el goteo de referencias) y vida espiritual propia a gentes carentes de la mediación informativa.

Ello no equivale a decir que se puede catar y apreciar realmente (ya se trate de obra de arte o de un vino) si se carece de toda referencia. La tesis sostiene simplemente que las referencias que realmente cuentan tienen como función exclusiva la de modelar las potencialidades que todos llevamos dentro. No se trata de referencias contingentes, es decir, susceptibles de encontrar o no encontrar terreno abonado (según peculiaridades de tal o tal sujeto o de tal o tal marco cultural).

No hay tarea espiritual auténticamente profunda que no se traduzca en fertilización de algo de lo que todos, potencialmente al menos, participamos. Tanto como decir que el único arte verdadero es el arte que a todos concierne, el arte inmediatamente inteligible para todo aquel que habla... por el mero hecho de hablar.

Ello, obviamente, no supone que el destinatario de la obra de arte no tenga que cultivar su espíritu. Simplemente ha de cultivar lo esencial y no lo accidental; cultivar la potencialidad que tenemos de captar aquello que para todos significa, y no lo insignificante.

Estamos en suma reivindicando la tesis, esencialmente socrática, de que se da un vínculo esencial entre vida profunda del espíritu y saber común, saber intrínsecamente compartido, sin el cual no cabe hablar de civilización.

El artista dispone en general de frágiles utensilios convertidos en poderosísima arma... por el mero hecho de ser instrumentos de razón común. Y la eventual conmoción que la obra de arte provoque ha de ser en cada uno emergencia de ese rasgo compartido. Sólo así la obra de arte es fiesta y en ella una civilización se reconoce y reconcilia.

Víctor Gómez Pin es catedrático de la Unniversidad Autónoma de Barcelona.

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