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Tribuna:LA CRÓNICA
Tribuna
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La edad del ping-pong AGUSTÍ FANCELLI

Yo nací (perdonadme) en la edad de la pérgola y el tenis. Del tenis de mesa, quiero decir.En esa edad, y en nuestra circunstancia familiar, la tierra batida no era real, sino que aparecía como una remota aspiración a una clase superior, distante y mítica. De ella teníamos noticia todos los años por estas fechas gracias a la portada de La Vanguardia, todavía Española y en blanco y negro, que nos informaba del Trofeo Conde de Godó, acontecimiento que ocurría en un lugar de promisión de la ciudad llamado Pedralbes, al que a veces acudíamos los domingos desde el Eixample, a la salida de misa de la Concepció, para tomar furtivamente el aperitivo. En aquellas portadas en huecograbado, los jugadores, jóvenes y guapos en sus uniformes blancos, aparecían casi siempre golpeando la bola de revés, que es cuando el gesto otorga a la figura una elegancia de composición mayor: una pierna flexionada hacia adelante, la otra tendida hacia atrás y el brazo con la raqueta cruzado, en un sobrio deslizamiento del cuerpo hasta alcanzar la posición precisa.

Muy pronto llegó a casa una novela que había de reforzarnos el mito de la tierra batida: El jardín de los Finzi-Contini, del desaparecido Giorgio Bassani. En nuestro horizonte imaginario, a las altas tapias de Pedralbes que ocultaban inalcanzables paraísos pudimos añadir entonces la del Corso Ercole I d'Este, de Ferrara, tras de la cual jugaban, no menos distinguidos y distantes, Alberto y Micol en una cancha, uno de cuyos fondos, demasiado estrecho, su padre, el profesor Ermanno, no se decidía nunca a reparar.

Como los de Jaime Gil de Biedma, nuestros veraneos también eran infinitos. Pero no transcurrían en ninguna villa con nombre diminutivo de mujer, sino en un antiguo sanatorio para tuberculosos, reconvertido más mal que bien en hotel familiar, a 40 kilómetros de la ciudad. Tampoco ese escenario incluía la tierra batida, como no fuera la del campo de petanca. El tenis estaba representado en su modalidad reducida por una mesa de ping-pong a la sombra espesa de los castaños. Los veraneantes adultos organizaban apasionantes torneos cuyas finales, que se celebraban un final de semana de la cumbre de agosto, reunían expectante a toda la colonia. El ganador obtenía una refulgente y excesiva copa plateada que, tras la fiesta, iba a parar a una polvorienta vitrina, junto a cajas de mariposas clavadas con alfileres, una acuarela del señor Humet, a quien solíamos encontrar los niños por los recodos de los caminos ejerciendo su silenciosa afición plástica, y un poema en catalán, debido a un antiguo cliente, grabado en un trozo de corteza de roble cuyos inicios de verso componían en acróstico el nombre del establecimiento. Todavía recuerdo de memoria ese poema.

Pasaron los años, llegó al hotel el tenis a escala, pero la tierra batida siguió sin aparecer: una pista de imitación, en tenisquick, se construyó al fondo del patio de los castaños. Por entonces nuestros veraneos habían tomado ya otros rumbos, hacia la costa, pero nuestro padre no pudo o no quiso olvidar la humilde mesa de nuestros orígenes veraniegos y un buen día nos compró una. No sirvió mucho tiempo, pues esos veranos en familia, con los hijos ya crecidos, tocaban a su fin. Quedó abandonada al cabo en el fondo de un garaje, donde acogía con generosidad las herramientas del jardín sobre sus tablas verde oscuro. Hasta que un día desapareció.

Yo había olvidado por completo que los veranos de mi infancia estuvieron marcados por el rebote de una pelota hueca sobre la madera, clic-clac, clic-clac, clic-clac. Pero el otro día la presión coordinada de mis hijos, que celebran sus respectivos aniversarios en fechas cercanas, me impulsó hasta L'Illa para hacerme con una Cornilleau 240. No la tenían en verde, de modo que tuve que conformarme con una azul. Tampoco poseo castaños bajos los cuales colocarla, pero sí un jardín al que no hay que reformar los fondos para alojarla. Mis días han vuelto así a transcurrir lejos de la tierra batida, al ritmo de una pelota hueca rebotando sobre las tablas, ahora ya no de madera, sino de resinas sintéticas. Decía Pla, con razón, que siempre acaban por recordarse las sopas que uno ha comido cuando era niño. Ahora intuyo con precisión que mis hijos crecerán y olvidarán durante años éste y otros muchos sonidos que les habrán acompañado durante la infancia. Pero antes de ver la Cornilleau azul dando cobijo a las herramientas del jardín pienso ganarles unos cuantos partidos. Y para cuando haya que rendir cuentas espero tener fuerzas para pensar: que me quiten lo bailado.

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