Pecados y enmiendas de la Iglesia Católica
Es digno de considerar que resulta bastante sorprendente que el Papa Karol Wojtyla haya rehabilitado a Lutero (dentro de la nueva política vaticana de pedir perdón a Galileo, Giordano Bruno, por la Inquisición, por el antisemitismo, etcétera), si bien no ha levantado la excomunión centenaria que pesa sobre él, su doctrina y sus millones de seguidores. Por mucho que en los últimos cinco siglos la jerarquía eclesiástica católica haya difamado a Lutero al identificarlo con un paladín del Diablo, el Papa ha firmado un acuerdo con los protestantes, llamado La declaración común sobre la gracia, en el cual se pone fin a algunas de las discrepancias que motivaron la excomunión decretada por el Papa León X, cuando el 15 de junio de 1520 dictó en Roma la bula Exsurge Domine et judica causam tuam, que condenaba cuarenta y una de las propuestas formuladas por Lutero. Como es sabido, el conflicto que creó el segundo mayor cisma del cristianismo se originó por la oposición del reformador alemán a que el dominico Tetzel llenara las arcas de la Iglesia de Roma con el tráfico monetario de las indulgencias; es decir, la remisión de las penas del purgatorio a quienes donasen dinero a la Iglesia Católica. Poco después, Lutero, al abrigo del poderoso elector de Sajonia, Federico el Sabio, no se amedrantó ante el poder papal sino que prosiguió con sus críticas a la Iglesia Católica en el tema de la justificación por la fe, el matrimonio de los clérigos, la inutilidad de la tradición de la Iglesia, la Biblia y la Biblia sola como regla de fe y de práctica, etcétera.Acerca de este acto de reconciliación del Papa con Lutero, se pueden plantear una serie de consideraciones nada desdeñables: ¡qué pena que el Vaticano suela rectificar con tantos siglos de retraso! El año pasado el Papa pidió perdón por los excesos de la Santa Inquisición; poco antes a Galileo, algunos decenios antes aceptó en parte la teoría de la evolución de Darwin; hace unos días en la misa del domingo pidió perdón oficialmente por las injusticias perpetradas por la Iglesia Católica como institución. Si bien ante las faltas o los pecados de la Iglesia Católica, sus enmiendas son del todo beneficiosas, más de uno se preguntará: después de tantos siglos solicitando a los sacerdotes católicos la remisión de los pecados, ¿por qué ahora son ellos los que nos ruegan la gracia de la indulgencia del olvido? ¿Por qué causa la Iglesia Católica es una institución tan conservadora que necesita miles de personas quemadas vivas y cientos de años de persecuciones para darse cuenta de que ese temido Tribunal de la Inquisición fue una de las mayores vergüenzas de la humanidad? ¿Por qué ha precisado de 478 años para rehabilitar, y sólo en parte, a Lutero, de varios siglos a Galileo, Giordano Bruno, etcétera? Y lo que es aún peor, ¿cuántos siglos más necesitará el Vaticano para aceptar otras reformas del cristianismo propugnadas por Lutero: el matrimonio de los sacerdotes y de las monjas, la democratización de la Iglesia, la supresión del culto a los santos y las reliquias, la no-incriminación de la sexualidad, el no-endiosamiento de la Virgen María, etcétera? No obstante, los jerarcas de la Iglesia Católica deben plantearse seriamente si han de continuar con esta serie de aperturas al mundo moderno protestante; pues si finalmente aceptasen esas propuestas de Lutero o de Calvino les conduciría a un haraquiri, ya que una Iglesia Católica tan reformada, ¿en qué se diferenciaría del luteranismo o de otros credos evangélicos?
En lo referente al tema de la justificación por la fe, Lutero -y con él todos los protestantes antiguos y modernos- se basaba en las epístolas de San Pablo (Romanos, 1:17, 3-20, 28, etcétera) para creer que el justo vivirá y se salvará por la fe y no por obras para que nadie pudiera gloriarse ante Dios. La Iglesia Católica se opuso enérgicamente a esta doctrina y al resto de la modernidad protestante en el Concilio de Trento (1545-1563). Los teólogos católicos aseveraban que el justo se salvaba por la fe en el sacrificio expiatorio de Jesucristo y por las buenas obras, una de ellas las donaciones de los fieles a la Iglesia Católica (¡la pela es la pela!). El Vaticano ha rectificado al aceptar que la fe o la gracia es suficiente de cara a la salvación del alma. Sobre este tema de la gracia (don inmerecido por el cual, por fe, se accede a la supuesta salvación eterna) han especulado a placer los teólogos y han creado un sinfín de distinciones bizantinas: la gracia creada, la increada, la habitual; la actual, la suficiente, la eficaz, etcétera. Igualmente, es curiosa esta distinción: la gracia imputada se obtiene, de una vez para siempre, por la fe en el sacrificio de Cristo en la cruz, y la gracia impartida se recibe, a cada momento, cuando el creyente se arrepiente de sus pecados y acepta la bendición de Dios. Lo terrible de este asunto reside en que el cristianismo, sobre todo en su vertiente católica, de tanto cuidar el espíritu o alma (cuando ésta no existe y la confunden con las actividades del cerebro), ha vituperado y maldecido el cuerpo, lo único que realmente poseemos y hemos de cuidar hasta el día del tránsito al reino de la nada.
Algún año de estos, espero, la mayoría de las religiones, incluida la Iglesia Católica, deberían dejar sus disputas teológicas bizantinas y pasar a ocuparse de los problemas reales del tiempo que nos ha tocado vivir: la amenaza nuclear, la superpoblación humana, el hambre; la eutanasia, los problemas ecológicos, la lucha contra las dictaduras y las injusticias sociales, etcétera. Ese bienaventurado día, si llega, las diversas religiones ya no serán una amenaza recalcitrante contra el progreso humano (no olvidemos que todas las religiones, con la excepción dudosa del budismo, están manchadas en sangre humana, mientras querían salvar el alma divina), sino unas organizaciones abiertas y tolerantes que nada tuviesen que objetar al simple ciudadano de a pie que sólo desea algunas satisfacciones sensuales e intelectuales en los pocos días que le queden de vida en este negro e inmisericorde mundo.
Raimundo Montero es profesor de Filosofía.
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