S Munitis, el hombre de piedra
Después de una caótica semana de pleitos y disparates, nuestros equipos vuelven a vivir peligrosamente la Liga 2000. No importa si aspiran al título o a la botella de oxígeno; movidos por la llamada del vértigo o por una nueva y desconocida adicción al pánico, se disponen a repetir un lúgubre ceremonial sólo practicado por Christopher Walken en los tugurios de Hollywood. Desenfundan el revólver, cargan un solo cartucho, giran dos o tres veces el tambor, se apuntan a la sien y aprietan el gatillo con una incontrolable euforia suicida.No hay otra explicación para este campeonato en el que nadie vive feliz sin su dolor de muelas. Si analizamos a sus excéntricos duelistas, descubrimos en ellos una tozuda resistencia a la sensatez. Cambia el calibre del proyectil que escogen, pero, colgados de la ruleta rusa, todos tiran a matarse. Algunos, los mejor clasificados, prefieren lanzar la copa al tejado con la esperanza de que caiga sobre sus propias cabezas; otros, los que buscan el último soplo de aire, disfrutan de su taquicardia de supervivientes y se disponen a gozar de un angustioso fin de semana.
Por eso fue tan sorprendente el pronunciamiento de Pedro Munitis en el estadio Bernabéu. Como la mayoría de los jugadores de Primera División compartía con sus colegas una incierta campaña en la que su equipo también estaba viviendo con permiso del enterrador. A ratos, el Racing parecía armado de una indiscutible solidez, de una seca resistencia a la derrota y, en resumen, de la dureza profesional que siempre distinguió a los equipos cancheros. Pero un minuto después, como todo el mundo, era atacado por el virus de la fragilidad, acusaba unos sospechosos síntomas de languidez y terminaba resbalando por el ojo del desagüe.
En esta ocasión, en cambio, se armaba de valor, convocaba a sus seguidores más leales y viajaba a Madrid convencido de que podía arrancar tres puntos decisivos al equipo local; un agrandado rival que venía de pintarle la cara al glorioso Manchester de Sir Alex Ferguson en la fortaleza supuestamente inexpugnable de Old Trafford. Hacía falta mucha fe cántabra para enfrentarse a aquel comando uniformado de negro que había conseguido bajar del podio a Keane, Beckham y Giggs.
Desde el primer minuto el equipo se presentó vestido para ganar. Cada uno en su garita, todos los jugadores se afanaron en cortar la retirada a la gente de Fernando Redondo. Sin embargo Pedro Munitis fue caso aparte. Ciertamente ya había mostrado algunas de esas cualidades que identifican a los jugadores diferentes. Para empezar, no formaba parte del catálogo de futbolistas que progresan por emulación: estudian a Van Basten y se convierten en Makaay; invocan a Garrincha y se transforman en Figo; sueñan con Di Stéfano y se despiertan siendo Raúl. Pedro había llegado al fútbol después de romper una larga estirpe de pescadores cuyo campo de juego es el golfo de Vizcaya. Con su porte nervudo y sus prominentes espinilleras de combatiente medieval no era precisamente el atleta que empieza a ganar los trofeos con la exhibición de su musculatura. Si acaso tenía la tosca apariencia de aquellos incansables jornaleros que se hacían hombres demasiado aprisa, pero estaba hecho del material de los campeones; algunos lo llaman clase, otros lo llaman orgullo.
Llegó al Bernabéu, se apuntaló en su metro y medio, pidió pista y en vez de jugar a la ruleta rusa empezó a disparar contra todo lo que se movía.
Desde entonces los espectadores seguimos buscándole una explicación.
Los jugadores del Madrid están en peor postura: aún siguen buscando la pelota.
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