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Euskadi, el fin de una época.

Ha fracasado el intento del PNV de integrar políticamente a los violentos a cambio de colaborar en un proyecto común de "construcción nacional", es decir, de aunar esfuerzos en el proceso que habría de conducir un día a la independencia. Es menester indagar las causas de este estropicio, porque en buena parte determina la situación inédita en la que se encuentra hoy el País Vasco.Se ha visto confirmado, por lo pronto, el diagnóstico de los que desde el primer momento consideraron una trampa el alto el fuego indefinido que ETA declara a partir del 18 de septiembre de 1998. Habría sido un error mayúsculo del PNV haberse aliado con el nacionalismo radical, para el que el abandono temporal de las armas sólo tenía un sentido táctico de negociar, no la paz, sino únicamente la independencia. No en balde, en los abundantes estudios que se ocupan del terrorismo encontramos un consenso generalizado en que las organizaciones que eligen el camino de las armas terminan presas de la espiral de la violencia que hace muy difícil, si no imposible, que renuncien a ella. Objetivamente, porque sólo pueden influir mientras maten y extorsionen; dejar de hacerlo conlleva desaparecer sin dejar rastro. Subjetivamente, porque el que entra en una organización clandestina en la que se mata sin el menor escrúpulo, aporta y refuerza una psicología patológica que hace muy dificil parar. Si para lograr un fin determinado se justifica el matar, queda legitimado para una amplísima gama de fines. Siempre habrá nuevas metas que alcanzar: conseguida la independencia, habrá que seguir matando para defenderla de sus enemigos internos y externos. Sólo si el asesino llegase a tomar conciencia de que matar no se justifica en ningún caso, renunciaría a seguir haciéndolo, pero entonces el pasado se revelaría un horror tan insufrible que sólo cabe evitar, amarrado al orgullo de no traicionarlo nunca. La estrecha solidaridad en que están envueltos los dedicados a matar, así como la dependencia máxima de la organización los identifica tan plenamente con el grupo, que no deja resquicio para una conciencia individual. Si a todo esto se añade el castigo que cae sobre el posible traidor, se comprende que no sea fácil llegar a conocimiento tan obvio como que en ningún caso se puede matar. Máxime cuando los estados y las iglesias están aún muy lejos de respetar uno de los primeros mandamientos que hizo posible la sobrevivencia de la especie.

Precisamente porque no hay visos de que cese la violencia "como resultado de una especie de conversión" y si, además, se da por supuesto que "una victoria policial" en ningún caso puede acabar con el terrorismo, estamos ante la disyuntiva de tener que elegir entre resignarse a continuar como estamos otros 30 años, al precio de añadir cientos de muertos y de altísimos costes para la sociedad y la economía vascas, o bien esforzarse en encontrar un "final dialogado", por ardua que sea esta senda y fuertes los reveses que haya que encarar. Primero, con la propuesta de Ardanza, y luego, con su plasmación en el Pacto de Lizarra, el PNV y EA han iniciado en solitario -no la han seguido los otros partidos que firmaron el Pacto de Ajuria Enea- una ruta que consideran tan arriesgada como necesaria.

La simple lectura comparada de la declaración que hace ETA del "alto el fuego indefinido", el comunicado del PNV a esta "suspensión unilateral, así como la Declaración de Lizarra, permite constatar entre el nacionalismo que recurre a la violencia y el nacionalismo democrático posiciones de partida, no sólo distintas, sino claramente opuestas. En el comunicado de ETA se acoge con albricias, hasta el punto que señalaría el comienzo de una nueva etapa, el que EA, el PNV, el sindicato ELA se hayan convencido de que el autonomismo no conduce a ninguna parte -"el marco institucional vigente en Euskal Herria está agotado"-, con lo que se habría pasado de una fase "de resistencia a una práctica de construcción" en la que es necesario "dar la palabra al pueblo, que el pueblo recupere su voz y que esta voz sea respetada". Dar la palabra al pueblo significa para ETA desprenderse de "1a legalidad democrática de las autoridades españolas y francesas" para construir una "democracia vasca", es decir, una que parta de la autodeterminación y la territorialidad. El objetivo de esta nueva etapa no es la "pacificación" ni la "normalización" de la propuesta de Ardanza, sino alcazar la soberanía: "No habrá paz si no se asienta sobre los derechos de Eukal Herria".

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Por su parte, con una fruición que no oculta, el PNV deja constancia de que ETA haya suspendido la lucha armada, por vez primera de manera indefinida. El primer paso, y el fundamental, en un largo camino, repleto de obstáculos y dificultades, en el que el PNV se puede dejar la piel, costarle muchos votos, pero que es indispensable para lograr una "paz definitiva, a la que tenemos derecho para la consecución de una sociedad libre, plural y tolerante". El objetivo final no es la soberanía, aunque no se descarte, sino algo que parece incompatible con ETA y su entorno, una "sociedad libre, plural y tolerante" que viva en paz consigo misma. Porque para el PNV el "contencioso vasco" no es como lo plantea ETA, entre Euskal Herria y dos estados extranjeros, sino entre los vascos que quieren seguir con el Estatuto, formando parte de España, y los que quieren la independencia, y entre estos últimos, entre los que recurren al terrorismo y los que sólo la quieren por vías democráticas. En el fraccionamiento de la sociedad vasca en tres partes irreconciliables consiste el "conflicto vasco". Por consiguiente, el objetivo no es la independencia, sino que se pueda aspirar a ella en una sociedad que haya superado la beligerancia interna y haya aprendido a vivir en paz, libertad y tolerancia, respetando las instituciones democráticas.

Las diferencias entre el bloque nacionalista violento y el democrático son de tal envergadura que nadie podía esperar a corto plazo que se llegara a un entendimiento. Se pudo, sin embargo, empezar a caminar juntos -aunque, como hemos comprobado, por poco tiempo- al conseguir un acuerdo de partida en un punto básico que ha defendido siempre el entorno de ETA, que en Euskadi existe un "conflicto político" -pese a que las organizaciones firmantes lo definan de muy distinta forma- que hay que resolver políticamente, es decir, por medio del diálogo y la negociación de los distintos agentes implicados. ETA es tan esencialmente negociadora que mata para imponer una negociación. Lo decisivo ahora, y es el cambio cualitatativo que introduce Lizarra, es que el proceso de negociación se realizará "en unas condiciones de ausencia permanente de todas las expresiones de vio-

lencia del conflicto". El pacto deja claro que el fin de las negociaciones no es la independencia, sino la paz, es decir, un escenario abierto en el que los ciudadanos vascos puedan plantear democráticamente cualquier cuestión, desde la reforma de la Constitución y del Estatuto a la de la soberanía.

Con el alto el fuego de ETA y los acuerdos para llevar adelante una negociación política, el PNV esperaba una dinámica que favoreciese la integración progresiva del entorno de ETA en las instituciones democráticas, a la vez que una sociedad que respirase al fin libremente, sin amenazas ni temores, crearía un ambiente en que sería muy difícil volver a las armas. La primera frustración le llegó al PNV al comprobar que su sacrificio por la paz no le era remunerado en votos. El bloque que más crecía con la tregua era el no nacionalista, sobre todo el PP, que compite con el PNV en los mismos sectores urbanos. La sensación más fulminante de fracaso le llegó, empero, cuando ETA reanudó el terrorismo, no ya sólo en Madrid y contra un miembro de las Fuerzas Armadas, sino en Álava, contra un vasco, líder de la oposición socialista, precisamente el partido con el que el PNV aspira a volver a gobernar. Más grave aún, la condena de la violencia, pese a la claridad del Acuerdo de Lizarra, no la comparte EH, y deja al Gobierno de Juan José Ibarretxe a la intemperie para que medite con quién realmente está, con los que aceptan "de facto la legalidad que impone España" o con "quienes plantean la ruptura con España para hacer frente a esta posición". Con el Pacto de Lizarra y el alto el fuego, tanto ETA como el PNV albergaron una misma ilusión: atraerse al otro a su bando. El PNV ha fracasado en su afán de integrar al nacionalismo violento en las instituciones democráticas y ETA no tiene la menor posibilidad de fagocitar al PNV dentro de sus estructuras y estrategia.

¿Cuál es la nueva situación resultante? El PNV se encuentra en una coyuntura muy dificil. Parece improbable -significaría volver a un pasado sin posibilidades de futuro- un cambio de timón en el PNV, con nuevas caras, rompiendo con Lizarra y gobernando otra vez con los socialistas. Ahora bien, sin apoyo parlamentario suficiente no hay forma de evitar, antes o después del verano, elecciones adelantadas. El entorno de ETA, HB, o su nueva formulación, EH, pese a no haber modificado lo más mínimo su dependencia de ETA, no se ha debilitado de manera significativa, mientras que crece el sector no nacionalista. Un elemento nuevo es que se empieza a criticar abiertamente los 20 años de presencia del PNV en el Gobierno, con la amplia red clientelar que ha construido en sus aledaños. La gente percibe que la democracia vasca, no ya sólo está constreñida por el terrorismo, sino también por el hecho de que no funcione la alternancia. En unas elecciones adelantadas, el PNV, acogotado entre el nacionalismo violento y el bloque anti-Lizarra, podría muy bien ser el gran perdedor, y lo sabe.

Van en aumento las voces que piden un lehendakari fuerte del PP en la figura de Mayor Oreja, de quien se espera firmeza desde el respeto escrupuloso del Estado de derecho. Se extiende la popularidad que levanta en los sectores no nacionalistas, así como crece el odio de los otros. Representa una salida a la crisis que cada vez parece más verosímil. Se ha derrumbado el axioma de que en el País Vasco o Cataluña sólo pueden gobernar los nacionalistas. En la oposición serían mucho más peligrosos. Un lehendakari no nacionalista significaría ciertamente una ruptura en la sociedad vasca y un enfrentamiento brutal entre los dos bloques, pero lo probable es que el nacionalista quedase en una situación cada vez más minoritaria. Ello llevaría consigo, qué duda cabe, una fortísima reacción de ETA, pero mejor coordinadas las policías del Estado y la autonómica, y en la situación internacional actual nada favorable al terrorismo, y sobre todo contando con la aspiración creciente de la sociedad vasca, cada vez más despegada de los mitos nacionalistas, a disfrutar de mayor libertad y bienestar, podría mostrar la falsedad del segundo axioma, hasta ahora indiscutible, de que no habría solución policial al conflicto vasco. Pero la policía, si ETA perdiese una mayor cota del apoyo social, muy bien podría culminar la labor. Fuera de los movimientos anticolonialistas del Tercer Mundo, la casi totalidad de los movimientos terroristas han terminado de esta forma.

Pero tampoco hay que descartar un enfrentamiento de tal calibre que hiciera imposible la convivencia, sobre todo si con el terrorismo se pretendiese de paso aplastar al nacionalismo y no se dejaran vías libres para que democráticamente quepa trabajar por la independencia. Las cosas han llegado a un punto tal de hastío que aumenta el deseo de una confrontación definitiva. El nacionalismo radical, al dejar sin apoyo al Gobierno del PNV, de hecho marcha en esta dirección, convencido de que "ahora o nunca". Igual que al inicio de la transición, no se sabe muy bien por qué, se daría también hoy la gran oportunidad de conseguir la independencia. Nadie en el mundo radical maneja la posibilidad de tener que seguir matando otros 30 años. A su vez, una parte creciente de la sociedad vasca recuerda las victorias del liberalismo sobre el carlismo y se atreve a manifestar sin ambages: "Esta guerra también la vamos a ganar". Entre ambos extremos, el PNV podría estar en su peor momento desde el restablecimiento de la democracia.

Ignacio Sotelo es catedrático excedente de Sociología.

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