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Libros

LUIS MANUEL RUIZ

Recientemente un lector indignado escribía a este periódico para testimoniar su desacuerdo con el pesimismo que yo mostraba a la hora de hablar de libros: cómo era posible que yo defendiese que esa venerable criatura se halla atravesando una dolorosa agonía cuando, decía él, no había más que pasarse por la nueva biblioteca municipal de Granada para comprobar que las bancas estaban repletas y que el furor por la lectura llenaba las salas de gentes apasionadas. No conozco la biblioteca de Granada, pero sí la de Sevilla y algunas otras, y si en cierta ocasión las mesas se encuentran ocupadas hasta los topes, sobre todo en las bibliotecas de las facultades, es por el uso que de ellas hacen los estudiantes para preparar exámenes o copiar apuntes, y no precisamente porque se haya disparado su ansia bibliofílica.

Llegamos al Día del Libro con una serie de estadísticas escalofriantes: al menos el 50% de los españoles no lee libros con asiduidad, ni entiende para qué pueden servir esos polvorientos objetos si no es para decorar la esquina de una estantería.

Es común aventurar, con motivo del cambio del milenio y el acceso de las nuevas tecnologías al campo de la de información, que el crepúsculo de los libros se ha debido a la competencia desleal a la que lo someten otros medios más poderosos: el cine, la informática, los videojuegos. Personalmente, opino que la lectura puede otorgar una serie de prestaciones específicas de las que esos otros rivales carecen -así, la soledad del ojo contra la página, la colaboración de la imaginación personal a la hora de fabricar paisajes, individuos, situaciones-, lo cual no me obsta para entender que la herida que sufren los libros es vieja, es profunda y seguramente mortal.

En un mundo en que las tecnologías se quedan obsoletas cada vez a mayor velocidad, las ventajas que el libro podía proporcionar han sido sobrepasadas con creces. La enciclopedia en volúmenes ha desaparecido: sustituida por un aséptico disco plateado, es ahora más eficaz, más fácil de transportar, sobre todo más rápida, lo que importa en suma en esta civilización tan preocupada por los catálogos Guiness y los primeros puestos. La venta masiva de la nueva novela de Stephen King por Internet y las cifras de vértigo que ha alcanzado no constituyen una mera curiosidad patológica: nos están avisando sobre el formato de los libros del futuro. Entes inmateriales, trozos aislados de una ubicua red de información a la que podremos conectarnos para conseguir el texto que deseemos, casi sin intermedio de las editoriales. Desaparecerá, me temo, el reverencial contacto con el papel, el olor a vejez, a sapiencia, de los lomos encorecidos. Los libros del futuro se hallarán a salvo de toda una larga serie de incómodas contingencias: de la humedad, de las manchas, de las llamas. Con libros así habría quedado intacto el tesoro de la cultura grecolatina, reducida a cenizas cuando Julio César quemó la biblioteca de Alejandría obligado por una emboscada que le tendieron los rebeldes egipcios; eso, al menos, es lo que refiere un libro de Plutarco (Vidas, XLIX). Aunque, tal y como andan las cosas, cómo vamos a pedir a nadie que lea cosas tan vetustas y revenidas, claro.

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