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Tribuna:La prolongación de la vida
Tribuna
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Vidas más largas, sociedades más envejecidas

Si es probable que a los ojos de los historiadores del futuro el siglo que acaba sea conocido como el del rápido crecimiento de la población, no lo es menos que el que está a punto de comenzar se haga acreedor al calificativo de siglo del envejecimiento. En efecto, aunque a ese calificativo no le faltarán competidores, es dudoso que ninguno de los procesos a los que sus rivales aludan vaya a tener tan profundas implicaciones como éste. Y si bien algunas sociedades, y entre ellas las de la Unión Europea, ya han recorrido una parte no desdeñable del camino que les conduce a la vejez, será en el próximo siglo cuando el envejecimiento se extienda a la totalidad del planeta y cuando sus consecuencias alcancen dimensiones hasta ahora sólo incoadas.En el envejecimiento de las sociedades conviene distinguir dos facetas o almas, y no sólo una. La primera, consustancial a la propia definición de envejecimiento de la población -que no es otra cosa que el aumento de la proporción que suponen los mayores en la misma-, es de naturaleza demográfica y proporcional, y resulta primordialmente de una fecundidad desfalleciente, aunque se agudice cada vez más por el descenso de la mortalidad. Afecta sobre todo a los equilibrios entre las generaciones. De ahí deriva la más mentada de las consecuencias del envejecimiento, la creciente dificultad de financiar las pensiones, a causa de la disminución de la ratio entre personas en edad de trabajar y las que han superado la edad habitual de jubilación. Esa razón, ahora en torno a cuatro a uno, lleva camino de reducirse a la mitad antes de que concluya el primer tercio del siglo XXI. En virtud de esa contracción se viene anunciando la inminente imposibilidad de asegurar el pago de las pensiones, al menos a los niveles actuales, cuando no la quiebra de los sistemas de bienestar.

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Pero esta formidable implicación no es la única, ni seguramente la que más va a afectar a nuestras vidas. Junto a la aludida naturaleza demográfica y proporcional del envejecimiento, cada vez se hace sentir más otra, ésta absoluta y biológica, que afecta en términos individuales a la condición física y calidad de vida de un número rápidamente creciente de personas -los viejos o ancianos- y a la disposición de su tiempo por parte de los allegados que les atienden, y, en términos agregados, al coste de la asistencia sanitaria y de los servicios sociales. Es el envejecimiento por arriba, cuyo principal motor se encuentra en la inusitada prolongación de la vida que se ha producido durante el siglo XX. En ese lapso de tiempo, la duración media de la vida se ha duplicado en los países más desarrollados, pasando de 40 a cerca de 80 años; en otros, el incremento ha sido aún mayor.

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Seguramente, pocas cosas más importantes han ocurrido en la historia de la humanidad. Ha resultado ante todo de la eliminación casi total de las muertes tempranas, causadas generalmente por agentes patógenos. En consecuencia, la muerte se ha convertido en un asunto de viejos, y se produce sobre todo por enfermedades degenerativas relacionadas con el paso de los años. Pero lo novedoso no es ya que las enfermedades infecciosas y parasitarias que durante cientos de miles de años mantuvieron controlado el número de los humanos hayan quedado reducidas a un espacio marginal, sino que estamos teniendo éxito en la lucha contra las degenerativas; si no para eliminarlas, sí postergando su aparición o su letalidad. En consecuencia, estamos asistiendo a progresos inusitados e inesperados en longevidad.

El privilegio, si privilegio es, de la vida prolongada se ha democratizado, y la vejez ha devenido el horizonte vital de la mayoría de la población, alcanzado por tres de cada cuatro hombres y nueve de cada diez mujeres. La llamada tercera edad se ha engrasado y alargado tanto que cada vez es más necesario desagregarla en dos: un estadio comprendido entre la jubilación y el umbral de la senescencia, que abre nuevas oportunidades de actividad y áreas de consumo, y otro de vejez propiamente dicha. La gran novedad es que nos estamos adentrando de lleno, en forma masiva, en la terra incognita que supone la vida a edades muy avanzadas, un territorio lleno de interrogantes, implicaciones y dilemas.

El primer interrogante es que no sabemos dónde reside el finisterre de ese nuevo territorio, en los términos agregados de la esperanza de vida; esto es, hasta dónde se va a alargar la duración de la vida. Hay quienes sostienen que nos estamos acercando a un límite biológico, natural, inscrito en el programa genético de la especie, cercano quizá a los 85 años. Pero no faltan quienes piensan que aún estamos lejos de esos límites, y que, junto a factores biológicos que no son estáticos, la duración de la vida depende de otros en los que hay espacio para progresar: comportamientos y estilos de vida, calidad ambiental y asistencia sanitaria.

Un segundo interrogante vinculado al anterior, y quizá más importante, es saber si la prolongación de la vida va a suponer -está suponiendo- el retraso de la edad a la que se inicia inexorablemente el deterioro físico o, por el contrario, el aumento del número de años vividos en condiciones de incapacidad. Una escuela de pensamiento sostiene que la prolongación de la vida puede ir acompañada del mantenimiento de una calidad de vida aceptable, más allá de discapacidades leves. Otros sostienen que posponer la muerte significa prolongar las enfermedades crónicas. El aumento de la duración de la vida entraña el del número de años vividos en discapacidad. La respuesta que se dé sugerirá hasta qué punto vale la pena esforzarse por prolongar la vida o si más bien el objetivo debe ser prolongar la esperanza de vida sin incapacidad: si proponerse añadir años a la vida o vida a los años.

Tengan razón los optimistas o los pesimistas, no cabe duda de que las implicaciones de la prolongación de la vida son formidables, y aún lo van a ser más. Sin duda se trata de una gran conquista, pero no es gratuita. No lo es, en primer lugar, en el sentido más literal del término: el envejecimiento supone un importante aumento de los costes sanitarios, tanto en términos de gasto médico y farmacéutico como de utilización de camas hospitalarias y de servicios sociales complementarios. No menores serán los costes personales de quienes asumen la tarea de cuidar de los mayores, una actividad que ya supone un gran sacrificio para una elevada proporción de la población: en España se cuentan por millones, generalmente mujeres.

La experiencia de los últimos decenios sugiere que existe espacio para mejorar la salud y la calidad de vida de los mayores, y que a ello pueden contribuir considerablemente cambios en los estilos de vida y en la manera de pensar. Pero también previene contra visiones angelistas de la longevidad.

Joaquín Arango es demógrafo y sociólogo

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