La lectura y los niños
Todos estamos de acuerdo en que los niños lean, pero no sé si lo estamos tanto en cuándo deben empezar a hacerlo ni, sobre todo, por qué razón. Una de las grandes conquistas de nuestro tiempo ha sido sin duda la generalización de la enseñanza primaria. Gracias a ella los niños, no importa su raza, sexo o el estamento social a que pertenezcan, tienen la posibilidad de acceder a ese gran caudal de conocimientos y de experiencias que es la cultura de los pueblos. Es una tarea apenas iniciada. La enseñanza obligatoria ha sido un gran avance pero aún estamos lejos de haber resuelto con ella ese reto a que nos enfrentamos como padres y educadores, la transformación de los niños en personas humanas libres, responsables de sus acciones y de sus proyectos. No hay duda de que la lectura es indisociable de este proyecto de honda raigambre ética. Insistimos tanto en que los niños deben leer porque creemos que leer es una de las vías más directas a ese alimento que, como el maná bíblico, puede hacernos más capaces y libres.Pero leer no es sólo aprender a deletrear, a descifrar los distintos signos gráficos que componen las páginas de las cartillas y los textos escolares. Leer es escuchar lo que guardan las palabras, y lo que pueden guardar son muchas cosas distintas, desde una información concreta -un nombre, un encargo- hasta ese balbuceo inasible del lenguaje de los místicos y de los amantes. Hay, por eso, muchos tipos de lectura. Podemos leer con un fin pragmático, adquirir ciertos conocimientos, enterarnos de ciertos hechos; o con la determinación febril con que esos personajes inolvidables que fueron Alonso Quijano y madame Bovary trataron de encontrar en los libros el acceso a una vida más plena y fecunda.
Por eso, si decimos que los niños deben leer es porque pensamos, como afirma Fernando Savater, que es bueno para ellos, para su propio bienestar. "La lectura tiene que ver con el deber ser, con el anhelo de una vida en que lo prodigioso y lo sorprendente coexistan con lo banal y lo cotidiano". Leer es así, para los niños, como cruzar ese Arco de los Leales Amadores descrito en el Amadís de Gaula, y alcanzar a través de él una realidad más verdadera que la que le rodea, donde pueda sentirse un ser humano completo, capaz de decidir y elegir por su cuenta. Es la promesa que contienen todos los cuentos, la de una autorrealización personal. Diversos estudios han demostrado su papel esencial en la formación del niño. Le informan de sus anhelos, de sus temores, pero también le dicen que una serie de sentimientos negativos (el odio, la rivalidad, la furia) no son sólo privativos de él, y que tal vez no podamos elegir lo que nos pasa, pero sí aprender a reaccionar ante ello de una forma o de otra.
Por eso y aunque antes he dicho que hay muchos tipos de lecturas, creo que la verdadera es sólo aquella en que no perseguimos un fin definido, sino más bien exponernos, abrirnos a ese otro que somos. El niño quiere aprender, y necesita historias que le cuenten lo que es el mundo y lo que pasa en su interior, pero sobre todo que le hablen de lo prodigioso, porque la verdadera vida es siempre indisociable de la espera y la realización del prodigio.
Los hermanos Giorgio y Nicola Pressburger escribieron un precioso libro que se llama El elefante verde. Un comerciante judío tiene un sueño en que ve a un elefante verde en el patio de su casa. Acude a un rabino para que se lo interprete, y éste le dice que ese sueño significa que en su vida tendrá lugar un prodigio. El hombre espera lleno de fe, pero su vida transcurre con los problemas y las dificultades de siempre, y el añorado prodigio no termina de producirse. En su lecho de muerte llega a una conclusión, ese prodigio no sucederá en su vida sino en la de su hijo. Le manda llamar y le cuenta el secreto que ha marcado su vida, diciéndole que ahora es él el que debe esperar a que esa promesa se cumpla. Y éste lo hace así, aunque con el mismo éxito que su padre, ya que también él esperará un año tras otro en medio de las mayores calamidades, y también él cuando ya sea un anciano tendrá la convicción de que serán sus hijos gemelos los que verán realizarse al fin el ansiado prodigio. La novela termina con esta tercera generación, y a esas alturas ya hemos descubierto que la pregunta acerca del sentido de ese sueño no nos preocupa. Y no lo hace por una sencilla razón, porque algo nos dice que el prodigio ya se ha cumplido, que tiene que ver con el hecho mismo de que ese sueño haya llegado a existir, y que haya podido transmitirse de unos a otros. Es el mismo mensaje de los cuentos. La vida que vivimos todos los días no es la verdadera vida, y la misión de los cuentos es hablar de esa realidad oculta, de ese elefante verde, que antes o después terminará por revelarnos su verdadero secreto; también decirnos que ninguna vida puede bastarse a sí misma y que cada uno de nosotros necesita de la compañía y la proximidad de los demás para alcanzar una vida de plenitud. Tal vez por eso los verdaderos cuentos no tienen moraleja, o si la tienen no importa demasiado cuál pueda ser, pues que éstas siempre se relacionan con las modas y usos de la época en que fueron escritos, y el sentido último de los cuentos siempre tiene que ver con las aspiraciones y los anhelos más hondos del existir humano.
Hace unos años pusieron una hermosa serie por televisión que se llamaba El cuentacuentos. Recuerdo uno de esos episodios. Era el cuento de un gigante que en vez de corazón tenía un nido de avispas, y que sembraba la desolación por donde quiera que iba. Se encontraba con un niño, y éste después de servirle como criado lograba descubrir el escondite donde ocultaba su corazón. El gigante perdía su poder, y sus víctimas, vencido el hechizo que les había transformado en figuras de piedra, le daban la muerte. El cuentacuentos se preguntaba entonces si tal vez no hubiera sido mejor haberle dejado vivir. Hablaba incluso de otras versiones, en algunas de las cuales el niño devolvía al gigante su corazón, con lo que éste se volvía un ser infinitamente apacible. Pero el final era lo de menos, porque lo único importante del cuento era que un niño y un gigante se hubieran conocido alguna vez, y que esa historia de su amistad hubiera tenido lugar en el mundo. Porque por encima de la utilidad concreta de los cuentos, de la ayuda que puedan proporcionar a los niños en alguno de sus problemas, lo que importa es haber llegado a transmitirles al contárselos el sentimiento de que la vida es más amplia que lo que nuestras razones y conveniencias creen, y que la misión de la literatura es devolvernos esas posibilidades incumplidas.
No creo por eso que debemos preocuparnos más de la cuenta de que los niños lean. La única incitación a la lectura que creo posible es la que puede nacer de nuestro afán no tanto de que el niño se acostumbre a tener libros a su lado y a leerlos con devoción sino de que escuche los cuentos, y cuantos más y más veces mejor. Que acertemos a contárselos con convicción, transmitiéndoles ese temblor que ocultan, el sentimiento de su maravilla y de su extrañeza. Porque basta que un niño oiga hablar de un elefante verde para que al instante quiera saber más, y de ese cuento podamos pasar a otros nuevos, y que así, con sólo iniciar uno de ellos, abramos las puertas de su interés a todos los cuentos que existen. Es un interés natural, que no cabe forzar y que se alimenta por sí solo. Pero, ¡ojo!, debemos tener, como el judío de la novela de los hermanos Pressburger, algo que contarles. No cualquier cosa, sino algo con lo que estemos verdaderamente comprometidos, de lo que llegue a depender nuestra vida. Haber tenido un sueño y, aun no sabiendo lo que significa, no querer que se pierda. Si nuestros niños dejan de leer, o nunca han tenido ese hábito, si no llegan a interesarles los cuentos, será en definitiva porque nosotros, la comunidad en la que han nacido ha dejado de ser visitada por los sueños, y hace tiempo que no tiene gran cosa que contar, ni de sí misma ni del mundo que la rodea. No les culpemos por ello, preguntémonos nosotros, como el gigante del cuento, dónde se oculta nuestro corazón y qué ha sido de los sueños y los anhelos que una vez lo poblaron.
Gustavo Martín Garzo es escritor.
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