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La jaqueca de Pilatos ANTONI PUIGVERD

Uno relee cuando toma conciencia de sus límites y reconoce que le es imposible seguir el ritmo incesante del presente, cargado de voraces novedades. Durante los años de la eufórica juventud y antes de llegar a la madurez fatalista, el lector creía ser un devorador de novedades. Hasta que comprende que la cosa es exactamente al revés: la novedad se lo estaba zampando a él. Pasa lo mismo con los viajes. De repente, uno concluye que no podrá visitar todas las ciudades del mundo (sabe que, de persistir en el intento, seguirá coleccionando y confundiendo postales). Entonces regresa a los lugares que ya visitó. Revisitar una ciudad, reconocerla, es una experiencia reposada en la que el escenario visitado funciona en parte como un espejo: reconocer es reconocerse, de la misma manera que releer es también releerse. Uno descubre no sólo lo que recordaba, sino lo que olvidó.Del libro releído, se degustan sabores nuevos o conocidos. Uno de los sabores más sugestivos, sin embargo, lo aporta la autoconciencia del lector, en virtud de la cual se desvelan aspectos ignorados de su propia personalidad.Cuando uno relee, por otra parte, ya conoce el argumento y las principales ideas del libro. Puede por tanto dedicar toda la atención a los matices y pliegues que una primera lectura compulsiva impidió descubrir. Sucede algo parecido en las ciudades revisitadas. Prescindimos de los itinerarios más turísticos y buscamos las callejuelas ocultas, los museos menores, su vida más íntima. Y cuando, a pesar de esa querencia por el detalle, uno reconoce, en la ciudad revisitada, un monumento muy famoso o, en una novela releída, un personaje muy conocido entonces se produce lo mejor de la experiencia del regreso: la emoción reencontrada, algo que podríamos describir como entrañeza (es decir, lo contrario de extrañeza). Las emociones más sutiles se desarrollan precisamente en este territorio ambiguo: el visitante que regresa a un lugar para él muy conocido no está en su patria, aunque tampoco está propiamente en el extranjero. A mi entender, cuando uno disfruta de tal situación se aproxima bastante a la relación ideal (es decir, ambigua) entre el individuo y el mundo. Sin la asfixiante y pegajosa presión de la patria y sin la fría extrañeza de la extranjería.

Todo esto viene a cuento de dos libros sensacionales que he releído. En primer lugar, Bearn, de Llorenç Villalonga, uno de los pocos clásicos verdaderos de la novela en catalán. Es lectura obligatoria en el bachillerato y he querido acompañar a mi hija en su lectura. Leemos en voz alta algunos capítulos y descubrimos la cadencia latina de la prosa, un catalán preciso, armónico e infrecuente. Una prosa delicadamente aliñada con todo tipo de guiños. Es natural que muchos de estos guiños dificulten la lectura de una joven de hoy en día: las referencias históricas y literarias conllevan lógicas dificultades. Me produce, en cambio, una enorme desazón comprobar cómo las mayores dificultades en la lectura de esta joven provienen de las múltiples alusiones a la cultura religiosa. Es ya un tópico afirmar que las nuevas generaciones no pueden acceder al tesoro cultural de 20 siglos de influencia judeocristiana por absoluta falta de referentes. Muchos profesores de arte, filosofía y literatura se lamentan de ello. Sería estúpido culpar a los chicos. En este punto, la responsabilidad corresponde a los padres, profesores, ideólogos y polígrafos de las generaciones nacidas entre los años cuarenta y sesenta. Conocimos al dedillo, por ósmosis (más que por lecturas), una religión que, con ingenuo menosprecio y confusión intelectual (no hemos sabido distinguir entre creencia y cultura), hemos eliminado completamente de nuestras vidas. El espejo de la relectura de Bearn me ha devuelto el sorprendente e inesperado brillo de una acusación. Es descorazonador constatar que hemos dejado el patio completamente a oscuras: nuestros referentes ideológicos, éticos y culturales están en bancarrota y la oscuridad está siendo velozmente iluminada por los potentísimos focos del mercado, con sus enormes cargamentos de ocio acrítico, con sus chispas vacías de la vida, con su ética de Disney y su lobo de caperucita disfrazado de lobo de Hobbes.

Llevado del melancólico brazo de estas divagaciones, me he sumergido en la lectura de una novela que considero fundamental. Maestro y Margarita de Mijaíl Bulgákov (1841-1940), uno de estos escritores cuya enorme vocación literaria corre en paralelo a su desgraciada vida. Perseguido, censurado y silenciado por el estalinismo, no pudo ver editada esta novela que narra la desternillante y corrosiva actuación de una pandilla de diablos en el Moscú comunista. Ninguna crítica a la sociedad comunista (y por extensión a todas las sociedades bienpensantes) podía ser más profunda y ácida que esta explosiva novela que no necesita entrar en el combate ideológico, que se basta y se sobra contrastando, a la manera realista, el Moscú de su tiempo con la fantasiosa e hilarante actividad de los demonios. Los valores y las gracias de esta novela son incontables, pero he regresado a ella sólo para recuperar, por tercera vez (y no será la última), una joya rarísima y preciosa que contiene al margen del argumento principal. Se trata de una impresionante descripción del último día de Cristo (Ga-Notsri, en la novela). El episodio recuerda momentos evangélicos de la Semana Santa desde una perspectiva a la vez tradicional y novelesca. Está centrada en el juicio del procurador Pilatos y cuenta con la participación estelar de un extravagante Mateo evangelista y del traidor Judas, que acaba misteriosamente asesinado. Pilatos es un hombre fatigado, con terribles jaquecas, que no aguanta a los judíos y no soporta el clima de Jerusalén. Mateo es un chalado ciclotímico y sucio que persigue fanáticamente a Cristo con un pergamino en el que escribe verdades que escucha y delirios que cree escuchar. Cristo es un tipo demasiado ingenuo que no recela de nadie, excepto del chalado que le persigue con un pergamino. Pilatos intenta salvarlo: le cree un notable curandero y desearía tenerlo a su servicio para que alivie sus jaquecas. Se trata de una deliciosa recreación del episodio evangélico (Bulgákov lo reconstruye y lo reinterpreta por completo de manera que lector goza y juega con las similitudes y con las diferencias), pero ya sólo pueden disfrutarla los lectores veteranos. En general, frente a la riquísima tradición evangélica, y en particular frente a la tradición del mito (o creencia) de la muerte y resurrección de Cristo, los jóvenes de hoy ya sólo pueden escoger entre la completa ignorancia y las pintorescas procesiones. Cuando se apuesta, como hizo la generación que ahora inicia el declive, por las ideas simples acaba diseñando paisajes como éste. No hay espacio para la ambigüedad cultural. Sólo ruinas muy comerciales y un gran vacío.

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