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Tribuna
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La fragilidad de la evidencia apabullante

En la historia del cine existe una escena proclamable como cumbre de la comedia americana. Hasta esta tórrida y seca tarde de febrero de 2000 en Tucson (Arizona), no había caído en la cuenta de su hondo alcance científico y filosófico. En la cinta, el actor Walter Matthau asesora a un amigo que acaricia la idea de tener una aventura sin que su mujer se entere. Ante la sugerencia de utilizar el lecho conyugal aprovechando cualquier ausencia, el amigo confiesa su temor a ser sorprendido in fraganti en una situación de difícil salida. La respuesta se ilustra con una presunta experiencia propia: Matthau está en la cama con una rubia explosiva cuando se abre la puerta y entra la esposa con la bolsa de la compra. Su asombro no tiene límites y, con la boca abierta, sigue la evolución de los amantes que se visten tranquilamente y alisan en tándem la ropa de la cama. Cuando por fin reacciona y empieza a tartamudear, el marido ya está sentado en un sillón leyendo el periódico, mientras su amiga se desliza como un gato hasta alcanzar la calle. A partir de aquí la escena ya es idéntica a la de cualquier otro día. La única diferencia es la mirada de preocupación del marido, por encima de las gafas, por los primeros síntomas de alucinación que muestra su mujer. Ésta, tras unos instantes más para evaluar la situación, mira la bolsa que lleva en la mano y suspira: "Está bien ... te prepararé la cena".No hay evidencia que no pueda ser corroída por una negación que decida, de antemano, ser lo bastante reiterativa e innegociable. Tengo en mis manos una piedrecita de condrita carbonácea de treinta gramos. En su interior hay inclusiones de hace 4.700 millones de años ... ¡antes de la formación de la Tierra sobre la que se apoyan mis pies! Es un pedacito del meteorito Allende, caído en Chihuahua (Méjico) el 8 de febrero de 1969. Llevo cinco días paseando entre fósiles y minerales. Se calcula que más de ochenta mil personas, entre comerciantes, aventureros, coleccionistas, museólogos y científicos de todo el planeta se han dado cita aquí en Tucson, para cambiar, comprar y vender piezas, ideas, historias y experiencias: medusas del Precámbrico, trilobites del Devónico, helechos del Pérmico, peces del Triásico, amonites del Jurásico, dinosaurios del Cretácico, insectos del Oligoceno, mamuts del Pleistoceno... una concentración de evidencias apabullante sobre el pasado de la vida en la Tierra. Creyentes de todas las confesiones vigentes claman aquí por la autenticidad de sus tesoros. Y todo eso ocurre en los EE UU, un país donde el (tres veces) candidato a la presidencia, el demócrata William Jennings Bryan, lanzara, en los años veinte, una cruzada contra la enseñanza del darwinismo en las escuelas. El eco de aquella campaña (con éxito inicial en Tennessee, Mississipi y Arkansas) aún resuena y, según una encuesta Gallup de 1993, un 47% de los americanos opina que fue hace unos 10.000 años (años de 365 días de 24 horas), cuando Dios creó al ser humano ya bien acabado, tal como hoy lo conocemos.

¿Y qué hacemos con la colosal evidencia del registro fósil? Pues negarla, como Walter Matthau en la genial escena; como los que niegan hechos históricos recientes sin siquiera esperar a que desaparezca el último (de los muchos miles) de testigos directos. El registro fósil quizá sea una evidencia, sí, pero ¿por qué no la evidencia de otra cosa? Del diluvio de Noé, por ejemplo. O quizás sean los restos de una ancestral y universal paella. Después de todo, la ciencia se basa en la duda, la negación, la pregunta y la disyuntiva ¿O no?

Jorge Wagensberg es director del Museo de la Ciencia de la Fundación la Caixa (Barcelona)

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