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Visita

La semana que corre ha sido importante no tanto por las procesiones, los inevitables tambores y las hordas de turistas hambrientos de folklore que han inundado las calles de nuestra tierra, sino porque hemos recibido otra visita, quizá la última, de una de las más trasnochadas e imprescindibles estrellas del rock, el inefable Lou Reed. Del rock, del glam, del trash, del pop. Como su dioscuro, David Bowie, como esas otras momias venerables y caducas que componen los Rolling Stones, Reed es menos un músico que una música, menos un individuo que un profuso movimiento estético desarrollado a través de meandros y bifurcaciones, que presenta múltiples rostros, máscaras repetidas que no se sabe si ocultan los rasgos de una persona real. Ahora ha llegado a promocionar su muy recomendable último trabajo, Ecstasy, al Espárrago de Jerez, y antes de ahora lo hizo unos años atrás, con objeto de participar en un homenaje a García Lorca. Ya entonces el monstruo se mostró tan hermético, siniestro, tocanarices como siempre. Su persona es testimonio de una verdad universal, que pocas bocas no repiten: la fama y el dinero te convierten automáticamente en un imbécil. Lou Reed explota complacido este axioma.La herencia de The Velvet Underground, el grupo de Reed disuelto en 1970, impregna profundamente a los artistas de la nueva ola, por el sonido desgarradoramente eléctrico y a veces alucinatorio de los temas, por la facilidad melódica, por la exploración de temáticas apartadas de la retórica común de las canciones de moda y proclives a lo teratológico. La gran mayoría de la música alternativa que se hace hoy y que durante este fin de semana ha visitado el macroconcierto de Jerez constituye casi una extensión de los postulados de los Velvets, y rebañan un concepto de expresión instrumental que sorprende encontrar tanto tiempo atrás, en la época del pickup y los guateques, y que el propio Reed dio por obsoleto hace exactamente treinta años.

El personaje que recuerda la tradición de las revistas y los televisores es el adusto hombre pálido, vestido de negro, con el pelo teñido de azufre y las uñas manchadas, que se subía al escenario para desvariar después de una ración de anfetaminas y media botella de whisky. Símbolo de una generación maldita de cuero, imperdibles y heroína, que compartió podio con Nina Hagen o el resquebrajado Iggy Pop, Reed, el representante del lado salvaje, pasó los ochenta viviendo de su propia leyenda, sin poder desmarcarse de la sombra que había creado y que arruinaba indefectiblemente todo nuevo proyecto en el que se embarcara. Con los noventa, se nos ha vuelto intelectual. Como todo artista consagrado, sabe que ya tiene que trabajar poco para perdurar y que un exceso de celo puede ensuciar la foto que la posteridad guarda de él en su galería de retratos. Por eso oírle hoy, sin que se deje de admitir que sigue siendo un músico de talla, supone sobre todo un ejercicio de melancolía: añorar los años irrefrenables de Vicious, de I'm waiting for the man. Porque uno no puede evitar pensar que el Reed de hoy, el de las gafitas y la orquesta, es una mala conserva, lotes de colorante y conservante que se le echan a un producto para que no se estropee. Y que seguimos queriendo tener en el frigorífico, entre las cervezas y los restos de la ensaladilla.

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