Morir de éxito
PEDRO UGARTE
La democracia occidental, el proyecto de una humanidad confortable, lleva camino de morir ahogada en su insultante prosperidad. Nunca como aquí y ahora (un vasto aquí y ahora, que abarca desde Helsinki a Sevilla) la gente ha disfrutado de mejor nivel de vida. Nunca hubo tantas posibilidades para el desarrollo personal de los jóvenes. Nunca los ancianos vieron mejor garantizado un futuro tranquilo. Afirmar esto no es profesión de eurocentrismo, sino una mera constatación. Cuando criticamos nuestros modos de vida, deberíamos pensar en el referéndum que realizan al respecto diariamente los viajeros de las pateras, los polizones de los barcos, los miles de hombres y mujeres que merodean, al otro lado de las verjas de Melilla, esperando su oportunidad para acceder a un mundo mejor.
Pero Europa, esa Europa rica, próspera y satisfecha, puede morir de éxito. Hace algunos días saltaba a la prensa una de esas noticias que señalan nuestras más íntimas contradicciones, incluso nuestra oculta desesperación: un grupo de familias asturianas, que habían acogido en verano a niños rusos procedentes de orfanatos, se negaba a que regresaran a su país de origen. Uno no conoce el caso a fondo, pero al menos pasea por los parques, donde cada vez más ciudadanos de la opulenta Europa traen niños de remotos continentes, a menudo por esa inexplicable incapacidad biológica de procrear que se está haciendo frecuente entre nosotros.
Ahora, en las viviendas, los ratios de televisores o equipos de música son mayores que la de niños. Hay más vehículos por habitante que chiquillos alegrando los asientos traseros de los coches. Albergamos en los bolsillos telefónos móviles, tarjetas de crédito, cachivaches. Blindamos las vacaciones con pagas extras y derechos laborales garantizados. La gente compra chalés adosados, pero se le hace difícil llenar de infancia los tres metros cuadrados de jardín. Morimos de éxito, de ambición y de impaciencia.
Un extraordinario hambre de afecto se extiende por Europa. A familias de alto poder adquisitivo, con varias titulaciones, con idiomas extranjeros, adscritas a Internet, a la televisión por cable y a un club de tenis, les falta lo más importante: un hijo. Si hiciéramos caso al cine y a la publicidad, parece que la gente folla más que nunca, y sin embargo no se reproduce, a veces por no cargar con el mochuelo (nunca mejor dicho), pero a veces también por mera esterilidad. El semen de los blancos se va haciendo desnatado y descremado. La vida light ha llegado a nuestra sangre, a todos nuestros líquidos internos. Los úteros son hostiles a la nueva vida. Todo se va muriendo poco a poco.
El problema ante el que se encuentra Europa es patético: entre los que renuncian a la paternidad y los que, desesperados, numerosos, no pueden conseguirla, estamos condenados a desaparecer. Tenemos muchas cosas, pero no tenemos a quién dárselas. El drama de nuestra sociedad es un drama sucesorio: nadie vendrá después de nosotros. El déficit de afecto (que no mide ninguna variable económica) es la auténtica carencia de nuestra sociedad. Y los hijos, cuando existen, son pequeños milagros, reliquias que se conservan en asépticas vitrinas. Los emborrachamos de objetos, temerosos de que no nos amen lo suficiente, resignados a que se conviertan en implacables dictadores de tres años. También en esto se trata de una mera ley de oferta y demanda: como son muy pocos, su cotización es astronómica. Se han convertido en nuestra propiedad más íntima. No es extraño que el secuestro de niños empiece a convertirse en una práctica frecuente cuando se rompen las parejas.
Una extraña desesperación se extiende en la sociedad: vamos a morir de éxito. A las puertas llaman multitudes atenazadas por el hambre. Serán niños magrebíes, africanos, bosnios y rumanos, los que ocuparán este ostentoso edificio que hemos ido construyendo en las últimas décadas. Claro que ellos tienen una buena razón para merecer nuestra herencia, incluso para competir por ella con los escasos y distraídos hijos que estamos generando; disponen de un espléndido resorte para hacerlo: provienen del hambre. A nosotros, en cambio, nos aburren ya hasta los restaurantes étnicos.
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