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Juego. CARMELO ENCINAS

Es díficil imaginar un juego más estúpido. Se mete la moneda en la ranura, se da a un botón gordote diseñado para muñones y la máquina hace el resto al son de una musiquilla electrónica que parece burlarse del jugador de turno. Son las tragaperras y la capacidad que ostentan de digerir monedas resulta ignominiosa. Su funcionamiento es realmente un insulto a la inteligencia, aunque quienes participan raramente se dan por aludidos. La mayoría juegan persuadidos de que en algún momento podrán rentabilizar la apuesta con un golpe de suerte que compense al alza la inversión realizada. La máquina está estudiada para que así lo crean y de cuando en cuanto dejará caer un puñado de monedas con gran estridencia, como si se abriera la tapa del cuerno de la abundancia. Es sólo un torpe engaño de los sentidos, el dinero recogido del cajoncillo de los premios volverá más tarde o más temprano a desfilar disciplinadamente por la insaciable ranura hasta el último duro.Si Madrid es la ciudad con más bares de todo el mundo y en cada bar hay al menos una de esas máquinas, Madrid es también la ciudad de las tragaperras. Un ingenio deleznable en el que cada madrileño se gasta 38.000 pesetas al año como término medio. Máquinas cuya cantinela ha conseguido desbancar al tufo a fritanga en la escala de elementos identificativos de nuestro sector de la restauración. Hay tragaperras por todas partes, conformando una tupida red en cuyas terminales se encuentran atrapados miles de ciudadanos. Están los desempleados, que se dejan en ellas el subsidio de paro, jubilados que invierten la pensión y amas de casa que gastan el dinero de la compra. Y no es eso lo peor, a los bares y salas recreativas donde la horrible musiquilla tanto alegra su cuenta de resultados, también acceden los menores. Ellos son quienes manejan las máquinas de diversión, corriendo el riesgo, por proximidad física con las otras, de pasar de un juego de rapidez o habilidad manual a otro de apuestas sin solución de continuidad.

Si el de las tragaperras es lamentablemente un valor en alza, los bingos parecen estar de capa caída a pesar de que el pasado año han logrado frenar un poco su tendencia a la baja. Tampoco es un juego que requiera mayor refinamiento intelectual, por lo que su prestigio desde los dorados ochenta fue en declive hasta cosechar con merecimiento la fama de hortera. Por muchos peluches que regalen y muchas botellas de cava que descorchen para la clientela, pasar una velada tachando números en el cartón al dictado de una soporífera letanía resulta poco estimulante. A pesar de ello, la estadística afirma que cada ciudadano de Madrid se deja anualmente 27.000 pesetas como término medio en los bingos. Una cifra que dista mucho de las 9.500 que invertimos por cabeza en el casino, un escenario de juego que goza de más categoría social. Decir que vas al casino está mejor visto y sólo hay que observar la indumentaria que suelen exhibir sus clientes para entender que aquello es otro nivel. No obstanten hay jugadores que consideran deseable un cierto ambiente golfo para apostar su dinero. Ellos son los que nutren las timbas clandestinas que se montan en Madrid. Lo clandestino no es jugarse el dinero a las cartas en donde uno quiera, sino lo que hacen tres o cuatro organizaciones que operan en nuestra región. Cobran de cinco a diez mil pesetas a cada jugador por participar en partidas de póquer donde se apuestan cantidades millonarias en chalets de lujo y a las que muchos participantes acuden con sus títulos de propiedad en los bolsillos. El póquer es uno de los pocos juegos que escapan al control y al afán recaudatorio de la Hacienda pública, lo que le otorga un punto de morbo.

Tragaperras, bingos, casinos, loterías y quinielas configuran el amplio abanico de posibilidades que se le ofrece a la ciudadanía de apostar su dinero bajo la tutela administrativa. Un caudal de recursos para las arcas del Estado cuya obtención provoca efectos secundarios nada desdeñables. La Administración no sólo debería regular el sector con un planteamiento más social, sino también destinar una parte de lo que recauda al tratamiento de las legiones de ludópatas que su criterio netamente económico ha generado. Con ese problema no hay que jugar.

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