La vida humana: ¿valor o precio?
La Confederación Española de Amas de Casa, Consumidores y Usuarios (CEACCU) publicó en su momento un estudio sobre Lo que cuesta un hijo que tuvo una amplia acogida en los medios de comunicación. Es indudable el interés de trabajos de este tipo que, de una u otra manera, estudian aspectos de la vida cotidiana y los conectan con la economía y las políticas públicas, pero nos parece oportuno alertar sobre el sesgo y el escaso calado de sus contenidos. Por ejemplo, y a pesar de la opinión más difundida, no toda la riqueza de una nación la mide el PIB y son precisos muchos más indicadores para aproximarnos a magnitudes tanto o más explicativas de una sociedad, como pueden ser sus niveles de bienestar o la calidad de vida; de igual modo, no todo el valor puede reducirse a precio, y lo que cuesta una vida humana es mucho más que el importe de los bienes y servicios que se consumen o se utilizan en un tiempo determinado.El origen del problema es político, pero consigue escamotearse con los enfoques teóricos que utiliza habitualmente la economía convencional para dar cuenta de la realidad. Tradicionalmente, por razones culturales e ideológicas, los modelos económicos se han centrado en la producción y el intercambio mercantil, y han relegado al limbo de lo "no económico" el trabajo familiar doméstico. A pesar de que dichos modelos recogen sólo los procesos sociales y económicos que guardan relación con el mercado, se presentan como universales pretendiendo ser explicativos del conjunto de la sociedad. La consecuencia directa es que una parte importante de los procesos de trabajo que se originan al margen del mercado -y que en gran medida realizan las mujeres- queda oculta y sin reconocimiento social a pesar de ser imprescindible para el mantenimiento de la vida humana.
Ahora bien, en los últimos años se han hecho intentos para medir y evaluar el trabajo realizado en los hogares. Por ejemplo, en 1995, y coincidiendo con la Conferencia de Pekín, el informe del PNUD hizo públicas unas cifras que representan una clara denuncia de la cantidad de trabajo femenino no contabilizado. Sin embargo, aunque sea importante y necesario contar con información estadística más completa sobre la riqueza, la producción y las formas de trabajo, la evaluación del trabajo doméstico se ha efectuado en continua referencia a un valor de mercado: o al precio de un bien o servicio (output) o una tasa salarial (inputs). La dificultad de fondo es que el concepto de valor se ha hecho interesadamente sinónimo del de valor de mercado, y para que al trabajo se le reconozca valor es necesario que tenga valor de cambio. De ahí la imposibilidad de poder cuantificar el trabajo familiar doméstico con medidas mercantiles, puesto que gran parte del trabajo del hogar tiene un importante valor de uso que no se refleja en su valor de intercambio.
El problema de este tipo de medición es obvio: sólo otorga visibilidad a aquella parte del trabajo doméstico que tiene un referente en el mercado. En consecuencia, aspectos fundamentales para la reproducción humana, la calidad de vida y el bienestar, que comprenden servicios personales más complejos y tienden a satisfacer las necesidades personales de relaciones y afectos en un contexto emocional y social distinto al mercantil, permanecen invisibles y sin reconocimiento. Por ejemplo, las valoraciones a precios de mercado no recogen las actividades que normalmente realizan las mujeres de apoyo emocional, cuidados a personas dependientes, tareas de gestión familiar, etcétera, que requieren unagran cantidad de energía física y mental y tiempo de dedicación. Es completamente utópico pensar que basta con tener el dinero suficiente para poner en el mundo un hijo o una hija sanos mental y físicamente. El dinero, por mucho que sea, no basta: se precisa una cantidad enorme -y nunca contabilizada- de horas de atención, cuidados, dedicación, juegos compartidos, socialización y trabajo por parte de los progenitores, fundamentalmente las madres. Dado el poco reconocimiento de que goza, no es de extrañar que casi nunca se tenga en cuenta la parte relacional que tan fundamental resulta ser para la vida humana.
En este sentido, también la sociedad en su conjunto debe asumir su papel político en la humanización y dignificación de la vida cotidiana con la reorganización de los tiempos de trabajo y la dotación de los servicios necesarios para facilitar la crianza en forma de jardines de infancia, enseñanza pública gratuita y de calidad, servicios extraescolares a bajo precio, y leyes y regulaciones que permitan a las madres -pero sobre todo a los padres, que son los grandes ausentes en esta actividad- la realización de forma humana y social de su trabajo asalariado y el necesario cuidado de sus hijos, y aliente nuevos valores sociales como los de la igualdad y la no discriminación por sexo. Ello supone el ejercicio constante y cotidiano de los derechos de ciudadanía en una doble vertiente básica: reestructurar trabajos y redistribuir rentas como elemento fundamental de refuerzo de la democracia, y asignación de servicios para asegurar un mínimo nivel de vida digno y contribuir a mejorar las condiciones de autonomía de las mujeres.
Cristina Carrasco y Àngels Martínez Castells son profesoras de la asignatura Dona i Economia, de la Facultad de Ciencias Económicas de la UB. Las ideas que se reflejan en este artículo han sido discutidas en el grupo Dones i Treballs de Ca la Dona de Barcelona.
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