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Las fronteras de la paz.

Hace unas semanas nos lo creíamos casi todos; palestinos y sirios parecían interesadísimos en competir por hacer la paz con Israel. Los palestinos, aceptando lo que Jerusalén tuviera a bien concederles en tierras de Cisjordania y Gaza, a cambio de edificar en ellas el Estado Palestino; y los sirios, por temor a quedarse solos en la negociación con Israel, dispuestos a dar toda la paz que los usos diplomáticos requieren a cambio, desde luego, del Golán entero.Hoy, sin embargo, el pesimismo embarga los medios diplomáticos israelíes porque Siria, dicen muy seriamente, en su insistencia en el todo o nada no quiere la paz, razón por la cual se va a quedar sin nada.

La grave sima entre las partes se limita, pese a ello, tan sólo a unos metros de separación entre fronteras, lo que en toda su extensión resulta apenas en unos kilómetros cuadrados de tierra; aunque bastante agua.

En 1923, las dos potencias mandatarias, Francia sobre Siria y Gran Bretaña sobre Palestina, establecieron la primera línea internacionalmente reconocida entre los dos territorios. Esa divisoria pasaba en algunos puntos, en el límite de lo que son las colinas del Golán, a escasamente 10 metros del lago Tiberiades. Londres había impuesto una demarcación menos favorable a París en el reparto de la zona, con lo que Damasco se quedaba sin beber el agua del llamado mar de Galilea.

En 1948-49, tras la creación del Estado de Israel, la minoría judía de Palestina libraba una guerra con los Estados árabes limítrofes -entre ellos Siria, independiente desde 1945- en la que pudo aumentar sensiblemente el territorio que la ONU le había asignado en virtud de la resolución 181, de 29 de noviembre de 1947. Damasco, aunque no logró junto con sus aliados árabes destruir el Estado sionista, mejoraba también sus posiciones como consecuencia de los combates, de forma que esta vez si llegaba a mojarse los pies en Tiberíades. Esa nueva frontera era ratificada por los armisticios de Rodas a comienzos de 1949, aunque los firmantes hacían constar en los documentos correspondientes que se trataba sólo de una línea de separación militar y en modo alguno una divisoria política definitiva entre las partes.

Y la diferencia presuntamente insalvable radica ahí. El primer ministro israelí Ehud Barak ofrece a Siria la frontera de 1923 o una mínima variación sobre la misma, sin Tiberíades, mientras que el presidente Hafez el Assad no acepta nada que no sea la frontera de 1949, perdida en la guerra de 1967, en la que Israel se quedó con todas las fronteras habidas y por haber más el Golán entero.

La argumentación israelí no hace honor al habitual ingenio de su diplomacia. Según la misma, la retirada sólo es posible hasta la frontera de 1923 porque la línea de armisticio de 1949 fue consecuencia de una guerra y no de un proceso de negociación en debida forma.

¡Fantástico!, podrían decir en Damasco; si sólo valen los acuerdos políticamente correctos, reábrase entonces el dossier de 1947-49. La mencionada resolución 181 daba a Israel algo más del 50% de la Palestina del mandato, lo que era sensiblemente menos de lo que hoy son sus fronteras reconocidas internacionalmente, también obtenidas por la guerra. Siria volvería así a 1923 e Israel a 1947, con lo que al pueblo palestino le quedaría mucha más tierra para levantar su Estado que los dos tercios de Cisjordania y Gaza que más o menos le ofrece, cicatero, Ehud Barak.

Huelga decir, de otro lado, que Damasco no tiene mayor interés en defender la suerte palestina en la negociación, pero como sabe que Israel jamás volverá a unas fronteras virtuales que nunca existieron, correría poco riesgo haciendo ese recordatorio de pasadas legalidades.

En último término, el problema de Assad no es ni siquiera el de recuperar o no el agua, aunque materialmente sea importante, sino la totalidad de lo que se perdió en la guerra. En junio de 1967, cuando Assad, general de aviación, era ya un miembro del triunvirato gobernante, Israel ocupó un Golan completo, más completo o menos completo, tanto da, porque el militar sirio, que se quedó con todo el poder con su movimiento de rectificación de noviembre de 1970, lo que necesita es poder decir a la opinión de su país que la paz con Israel se hace tan sólo tras la recuperación de la totalidad de lo que entonces hubo que abandonar.

El restablecimiento del statu quo ante es la condición inexcusable para que Assad se halle en posición de afirmar que ha borrado las huellas de la agresión israelí, y, así, disponerse a entregar el poder, o a despedirse ineluctablemente del mismo por razones de salud, dando paso a su sucesor, pariente o allegado.

A mayor abundamiento, Israel se prepara a abandonar otra de sus conquistas limítrofes, la banda que controla desde 1978 en el Líbano sur, que casualmente es de una extensión muy similar a la del Golán. Barak ha prometido que, con acuerdo o sin él, el ejército israelí evacuará el Líbano en julio, donde viene sufriendo una sangría de bajas militares a causa de los golpes de mano de la guerrilla hizbollah; tanto que los combates en esa franja de tierra al sur del Litani se conocen como el mini-Vietnam de Israel.

Naturalmente, lo de retirarse sin acuerdo no es una gentileza de Jerusalén, sino la más severa de las advertencias. Si se produce un solo acto de guerra contra territorio israelí las represalias harán la competencia a los cuatro jinetes del Apocalipsis. Pero, Israel confía en que Siria, la potencia árabe hegemónica en Líbano, se asegurará por la cuenta que le trae de que a Hizollah no se le vaya la mano.

Es cierto que el Golán, con su altura cortada a pico sobre tierra israelí es un campo de tiro militarmente mucho más peligroso que la franja libanesa, pero Damasco no ha enloquecido, y ante el temor de represalias sin límite, con mayor motivo que en el Líbano se va a cerciorar de que el Golán no sea la justificación para que Israel bombardee a Siria de vuelta a la edad de piedra.

Si Israel deja escapar la oportunidad de la paz con Siria por un Tiberiades más o menos, ello se deberá a la voracidad del éxito en que vive el Estado de Israel desde la guerra del Golfo, el fin de la Unión Soviética, la resignación palestina a una paz abonada territorialmente a cuentagotas, y el comienzo del deshielo árabe ante la propia existencia del Estado sionista.

Esa voracidad, que ha asumido con la mayor naturalidad el primer ministro laborista, procede directamente de la ejecutoria de su antecesor, Benjamin Netanyahu, hoy investigado por la Justicia israelí por notable indulgencia económica consigo mismo. El líder del Likud hizo un trabajo excepcional en nombre de todos aquellos que piensan que Israel ha de conseguir la paz más barata de las que hay en almoneda, aunque no quizá la más convincente. Puso tan alto el listón de las exigencias israelíes, a favor, sin duda, de una coyuntura radicalmente favorable que supo entender como nadie, que con que Barak sonría de cuando en cuando a un palestino, queda por comparación de defensor de la paz perpetua.

La opinión internacional, sin embargo, una vez se pose el polvo de la negociación sobre el Golán, no tendrá duda alguna de por causa de quién se ha frustrado esa posibilidad de paz. Esos metros que van de 1923 a 1949 son otros tantos de soga para que Israel se cuelgue internacionalmente con ella, aunque es cierto que eso viene ocurriendo sistemáticamente con su incumplimiento de todo tipo de resoluciones de la ONU, sin que parezca que le importe mucho.

Pero, por lo rebuscado de la disputa, además de por la gula con la que el presidente norteamericano Bill Clinton quiere retirarse en noviembre con algún éxito de política exterior, como lo hizo Carter a comienzo de los años 80 con su paz egipcio-israelí, o como Bush con su victoria en el Golfo en los 90, cuesta creer que Estados Unidos vaya a respaldar ese engolosinamiento israelí con el éxito.

Washington, que tanta guerra y tan poca paz lleva sufragada en Oriente Próximo, debería ser capaz de compensar a uno u otro negociador para que dieran su brazo a torcer, les toque o no el agua. Aunque está claro quien se encuentra en posición más sólida para reclamar su orilla del lago Tiberiades.

Paralelamente, esa avaricia territorial planea sobre la negociación palestina, que tiene sus fronteras y su Golán en torno a los límites de Jerusalén. La Siria pos-soviética no puede ya torpedear el negocio palestino-israelí, pero el propio Arafat dudará antes de firmar la paz dejando a Damasco en la estacada.

Dicen que lo mejor es enemigo de lo bueno. Y lo mismo podría predicarse de la borrachera del éxito comparada con la sobriedad de la paz. Un acuerdo en el que una parte no pierda algo, puede ser un mal acuerdo.

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