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Tribuna:LA CRÓNICA
Tribuna
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La estación de los espejos SERGI PÀMIES

La primavera trae consigo algunas epidemias. Los programas de radio se llenan de especialistas en alergias, las cafeterías inauguran sus terrazas, los músicos callejeros intentan ganarse la vida y vuelve, como cada año, el esplendor de los espejos. No sé si es el cambio de clima o la lluvia de polen, pero algo nos incita a mirarnos no sólo en los espejos, sino también en los escaparates o en cualquier superficie que nos devuelva esa imagen aproximada de nosotros mismos y que tanto afecta a nuestras tasas de autoestima. ¿Y si el éxito de las galerías comerciales se basara, en parte, en la facilidad con la que uno se ve reflejado, buscándose o encontrándose en ascensores, probadores, plafones de escaleras mecánicas, vestíbulos, techos diseñados para, gracias al recubrimiento de un espejo, ampliar la sensación de espacio hacia el infinito?Decía Borges que "los espejos y la copulación son abominables porque multiplican el número de hombres". Semejante afirmación podría rebatirse argumentando que también multiplica el número de mujeres, y eso siempre resulta más estimulante que un mundo invadido por clónicos de Borges soltando frases lapidarias sobre demografías reales y ficticias. Paseen una mañana primaveral por el Bulevard Rosa, piérdanse por el vientre de este cetáceo de cemento llamado L'Illa, déjense llevar por la marabunta humana de Les Glòries un sábado por la tarde y sabrán a qué me refiero.

Los espejos se ponen a reventar. Adolescentes con ansias de parecer maduras, maduros con nostalgia de su juventud, abuelas lozanas como niñas, niños con genio de abuelas, premamás y pospapás, novias y novios, aspirantes a latin lover marcando camiseta o desaliño de marca, todos consiguen ocupar su pequeña parcela de vida reflejada. Quizá, como ocurre en los ascensores con espejo, piensan que nunca podrán saber cómo son, ya que la imagen que les devuelve este extraño invento es muy aproximada a la realidad pero nunca exacta (cuando vemos en un espejo a alguien que conocemos bien, percibimos perfectamente las diferencias entre el original y la copia y nos preguntamos si también nos afectará a nosotros).

El otro día me dediqué a observar el comportamiento humano ante su propio reflejo. En el Bulevard Rosa de Pedralbes, frente al escaparate de una joyería, se detuvo una mujer. Parecía fascinada por los nuevos modelos de pulseras y pendientes pero pronto me di cuenta de que, en realidad, se estaba mirando. Se reordenó el pelo y, con la uña del dedo meñique -preciso instrumento de cirugía plástica-, eliminó una mota de carmín en la comisura de los labios y ese gesto le devolvió la fuerza suficiente para continuar su safari comercial, cargada con sus bolsas y su envidiable paso firme. En una tienda de juguetes de L'Illa, un padre que llevaba a su hijo a hombros se encontró frente a un espejo. Por la cara que puso, deduje que acababa de decidir adelgazar y que, pensando en un verano de piscinas indolentes y bermudas despreocupadamente arrugados, calculó -dolorosa operación- cuántos kilos debería perder. En en el centro comercial Les Glòries, un grupo de chicas adolescentes se detuvo colectivamente ante un escaparate y, en pocos segundos, estableció, entre risitas y empujones, una suerte de competición visual. Si en estos grupos de chicas ya rige cierta dictadura estética, detenerse ante el espejo y confirmar lo obvio representó, para la más agraciada, la certificación de su éxito (de niña, quizá le encantaba carcajearse, lejos de cualquier propósito narcisista, ante los espejos deformantes del parque de atracciones del Tibidabo).

En una céntrica perfumería, me cruzo con una pareja de unos cincuenta años. Me acerco. Mientras el hombre escucha las explicaciones de la dependienta -"son más coquetos los hombres que las mujeres", dice-, la mujer mira a su marido, pero no directamente, sino a través del espejo que tienen delante. Parece haberse dado cuenta, de repente, de los años que llevan juntos. Me entran ganas de ponerme a cantar Cómo hemos cambiado, de Presuntos Implicados, pero la emoción del momento me impide pronunciar palabra.

Continúo. Mi paseo me lleva a una abarrotada tienda de muebles. En la sección de mobiliario de cuarto de baño, y con la excusa de abrir y cerrar la puerta de un armario, una chica se mira y remira repitiendo un extraño gesto que combina un movimiento rápido del cuello con un mohín (labios hacia delante, leve inclinación de la nariz). Grandes almacenes. Interior/día. Un chico le enseña los pantalones que acaba de probarse a su novia. Están ante un espejo y aunque el que está trabajando es él, ella no puede evitar mirarse a sí misma y rectificar la caída de su falda. ¿Tan fuerte es la tentación?

Lo es. La madre que, en la planta baja de Mark & Spencer ayuda a su hija a elegir una camiseta, parece recordar cómo eran ambas hace veinte años. Y su mirada es un compendio de amor, envidia, orgullo y cálculo de cuántas lavadas resistirá ese tejido importado de alguna recóndita república asiática. Incluso en el metro, de noche, cuando la población activa regresa a casa tras una dura jornada de paro o de trabajo, veo a gente que se levanta, se acerca a la puerta para, con la complicidad de los túneles contrastando con los fluorescentes de los vagones, verse reflejados en el cristal y asustarse. Como si acabaran de ver no ya la consagración de la primavera sino un espectro, un fantasma, una máscara de Vélez, un presagio de las próximas, inminentes estaciones.

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Consuelo Bautista

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