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Lisboa-Texas

IMANOL ZUBERO

No tan publicitado como el cow boy o el marine, puede que el trabajador pobre represente mejor que ningún otro personaje al americano de a pie. Ha sido el protagonista de una larga serie de grandes obras literarias: desde El talón de hierro de Jack London o La jungla de Upton Sinclair, escritas en la primera década del siglo; pasando por obras de los años 30, 40 y 50 como El camino del tabaco de Erskine Caldwell, En lucha incierta y Las uvas de la ira de John Steinbeck, o Muerte de un viajante de Arthur Miller; hasta llegar en nuestros días a las novelas y relatos de autores como Raymond Carver, Richard Ford o Cormac McCarthy, por citar sólo a unos pocos. Vive para trabajar porque su empleo es tan precario o tan mal pagado que no le permite trabajar para vivir con dignidad. Dos o más empleos se acumulan para poder salir adelante. Son frecuentes los cambios de empresa, de ciudad e incluso de estado. Desorganizado, sin derechos, lucha en solitario por salir adelante en un entorno ferozmente competitivo. Es el trabajador que ocultan las grandes magnitudes económicas. Es el trabajador en el que quieren convertirnos tras la cumbre de Lisboa.

En EE UU hay dos economías: la ascendente economía monetaria descrita en las páginas de negocios de diarios y revistas, y la economía existencial de cada día, que no va tan bien. Una reducida tasa de paro parece significar que la inmensa mayoría de los americanos son capaces de ganarse una vida decente a través de su trabajo. No es así. Las empresas norteamericanas está obteniendo sus logros económicos siguiendo el mal camino (low road) de los bajos salarios, las bajas cualificaciones y la nula participación de los trabajadores. La reducción de la remuneración salarial de la mayoría de la población activa explica que en 1993 la media de ingreso familiar era un 7% menos que la de 1989. El estudio de Juliette Schor sobre la jornada laboral en EE UU es fundamental para entender esta situación. Los americanos están recurriendo masivamente tanto al pluriempleo como a las horas extraordinarias simplemente para poder mantener su nivel de vida. En esta situación, tener un empleo no garantiza en absoluto poder gozar de un nivel de vida digno: la mayoría (el 69%) de los pobres adultos son personas que trabajan, pero lo hacen en puestos de trabajo de muy poca calidad. Por si esto fuera poco, la última reforma del ya mermado sistema público de bienestar tendrá tremendas consecuencias: en el mejor de los casos, dos tercios de los perceptores de ayudas asistenciales podrán encontrar algún empleo; 2,6 millones de personas, incluyendo 1,1 millones de niños, caerán en situación de pobreza; 11 millones de familias (el 10% del total de las familias americanas) perderán renta; los inmigrantes podrán ser excluidos de ayudas básicas, incluidas las sanitarias; los recortes en programas de nutrición infantil afectarán a la salud de muchos niños; etc. Un informe del Departamento de Agricultura desvelaba en 1999 que uno de cada diez hogares norteamericanos pasaba hambre, y la situación era aún peor en los estados de Tejas, Mississippi y Nuevo Méjico, donde uno de cada seis hogares carecía de los medios económicos suficientes para mantenerse al nivel mínimo de subsistencia. En total, alrededor de 10 millones de personas se enfrentan al problema del hambre en el país más rico del mundo.

El prestigioso analista Amitai Etzioni afirma que el conjunto de medidas de precarización del empleo (y que él resume con la expresión sociedad en reducción) han desembocado en una sensación muy amplia y profundamente instalada de privación, inseguridad, angustia, pesimismo y rabia. Y concluye planteando una cuestión de enorme calado: "¿Cuánto puede una sociedad tolerar políticas públicas y empresariales que dan rienda suelta a los intereses económicos y que tratan de reforzar la competencia mundial, sin socavar con ello la legitimidad moral del orden social?" No sé si alguien se ha hecho esta pregunta en Lisboa. Sin demagogia, pero también sin retórica. En serio.

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