Jaques ciegos Las partidas de ajedrez sin ver las piezas rozan los límites humanos
El asombro es inevitable cuando un neófito observa una partida de ajedrez a la ciega, como las que se disputan cada año en el torneo de Mónaco, donde el español Alexéi Shírov es el líder invicto a falta de dos rondas. Sin ver las piezas, los jugadores logran una calidad muy alta. Pero eso no es nada si se compara con las exhibiciones que confirman la potencia desaprovechada del cerebro humano: el récord está en 52 partidas simultáneas.Esa fascinación ya se producía en el siglo IX: el maestro árabe Said Jubain se sentaba de espaldas al tablero; uno de sus esclavos le dictaba los movimientos de sus cuatro adversarios, y él jugaba casi tan bien como en la modalidad normal. Ruy López de Segura, considerado como el primer campeón del mundo oficioso en la segunda mitad del XVI, también causaba un pasmo general en la corte de Felipe II. Dos siglos más tarde, el francés François André Danican Philidor garantizaba el lleno en los cafés de París cuando se enfrentaba con los ojos vendados a varios rivales a la vez. Ese tipo de exhibiciones apenas se ven en nuestros días porque el agotamiento que producen exige varias semanas de reposo absoluto; los grandes maestros de la escuela soviética jugaban a la ciega como entrenamiento, pero con la prohibición rigurosa de no disputar más de seis partidas simultáneas. Y, sobre todo, porque el listón de las marcas está muy alto: el húngaro Janos Flesh lo puso en 52 partidas a la vez, con buenos resultados, en 1960.
¿Cómo se logran semejantes hazañas? Los ajedrecistas de alta competición pueden jugar una partida a la ciega sin dificultad. No es raro verles en el restaurante, el avión o incluso en la discoteca, enzarzados en un diálogo aparentemente absurdo que sirve para analizar la partida que acaban de disputar en un torneo: "En lugar de dama h5 debí jugar alfil d3, que te obliga a debilitar el enroque", dice uno; "Sí, pero eso no está claro porque, tras el enroque, amenazo dama a5, con un ataque muy fuerte", replica el otro. Salvo en casos excepcionales, su memoria no es fotográfica, sino lógica. Para comprobarlo, basta un sencillo experimento: si se les muestra durante un minuto una posición sacada de cualquier partida de un torneo, es casi seguro que podrán reconstruir la posición de todas las piezas con rapidez; pero si se colocan las piezas de cualquier manera, sin conexiones lógicas de ataque o defensa entre ellas, serán incapaces de reproducirla.
Cuando las estrellas del tablero juegan a la ciega, como en el torneo de Mónaco, no mantienen una fotografía del tablero en su mente sino que recuerdan solamente la posición de las piezas clave en cada momento; cuando hace falta, deducen la ubicación de las restantes con una especie de moviola mental, memorizando las jugadas anteriores. Caso aparte es el de los protagonistas de las simultáneas contra muchos adversarios. Además de poseer una memoria fotográfica, utilizan técnicas especiales. Por ejemplo, agrupan los tableros 1, 4, 7 y 10 por un lado; el 2, 5, 8 y 11, por otro, y así sucesivamente; empiezan las partidas del primer grupo con el peón de rey, las del segundo con el de dama, etcétera; todo ello les ayuda a asociar los números con las posiciones.
El estadounidense Harry Pillsbury (1872-1906) dio una exhibición memorable contra 12 rivales de alto nivel en un club de Nueva York. Antes de empezar, le leyeron una lista de 30 palabras complicadas, asociadas a números aleatorios. Entre ellas, las siguientes: Antiphlogistine; periosteum; takadiastase; plasmon; threlkeld; y streptococcus. Tras concluir el juego con ocho victorias, dos empates y dos derrotas, Pillsbury repitió todas las palabras varias veces en distinto orden. Considerado como uno de los grandes genios malogrados del ajedrez, murió de sífilis a los 38 años.
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