La guinda ANTONI PUIGVERD
Que la política es la última liturgia social que nos queda se nota en estos momentos especiales. La zozobra y el desconcierto de los dirigentes socialistas, la reprimida estupefacción de los vencedores, la reacción del avestruz protagonizada por los convergentes, la sensación de cambio histórico que los periodistas captan y que los comentaristas retrataríamos mejor callando. Un largo silencio acompañaría con más énfasis la trascendencia de lo ocurrido. Entre tanta palabrería estamos ocultando, más que explicando, la profundidad del fenómeno que las urnas han desvelado. Como diría un italiano, la vida económica y social va da sola, es decir: corre, sin frenos, por la senda que marca el tobogán del mercado. La política ya no sirve para ordenarla, pero retiene una capacidad no menos importante: la de subrayar y colorear simbólicamente los cambios sociales y culturales.Los cambios que la victoria del PP ha enfatizado llevaban bastante tiempo entre nosotros. El agotamiento de los valores y tópicos de la izquierda más o menos tradicional se pusieron en evidencia, aquí como en todo Occidente, ya en los primeros tiempos del Gobierno felipista. La posmodernidad jubiló los valores modernos y la abundancia económica convirtió a una mayoría de españoles en voraces y apaciguados consumidores. Llevan más de una década dominando entre nosotros signos culturales de variado pelaje que coinciden en su oposición a la idea de progreso.
Veamos algunos ejemplos. Las emociones (y no las razones) son casi en exclusiva el único recurso para mantener viva la llama de la política, del arte o de las causas sociales (de ahí, pongamos por caso, que la caridad haya sustituido a la solidaridad). La creación cultural parece agotada: incapaz de ser fermento de nuevas ideas, se ha convertido en apéndice menor del gran ocio temático. Gracias a los revisionismos ideológicos y estéticos han regresado, perfectamente restauradas, muchas antigüedades éticas y estéticas (incluso en el ámbito científico: nunca como ahora las prácticas de la hechicería habían tenido una apariencia de respetabilidad tan alta: la aromaterapia, el diagnóstico por el iris y otras fantasías son defendidas en los medios como alternativas naturales a la medicina convencional). El éxito rotundo de la moda, la decoración, el gimnasio y la imagen explica que la única verdad indiscutida hoy en día es el cuerpo: ídolo de una religión sucedánea del individualismo. Otros dioses son la Bolsa, el deporte y los famosos, personajes que, a la manera de los pequeños lares romanos, resumen los principales ideales domésticos de nuestro tiempo: infantilismo, mimesis, papanatismo, humorcito... Hace ya 15 años que estos y otros muchos signos propios de nuestra actualidad arrinconaron la imago mundi del llamado progresismo. Pero faltaba la guinda de una espectacular derrota en las urnas. Es obvio, naturalmente, que los desmanes y las torpezas del PSOE explican el hachazo de esta derrota. Pero me parece anecdótico situar este factor en el apartado de las causas. Los errores (las chapuzas de Roldán, por ejemplo; más aún: el hecho de que tipos grotescos como él ascendieran al estrellato) eran ya manifestaciones de la descomposición de unos valores que ya no convencían ni a los profesionales que decían defenderlos. En su apogeo, Felipe González, regresando de un viaje a China, formuló, maravillado, un refrán que resumía lo que intento explicar: "No importa que el gato sea blanco o negro, sino que cace ratones". El anciano Deng, que había transformado un colosal régimen comunista en un colosal régimen franquista (crecimiento capitalista sin libertades), recurría al refranero chino en un típico regate posmoderno que entusiasmó al líder español.
Recuerdo que un amigo bastante mayor que yo, un tecnócrata que había servido con no poca eficiencia tanto a la Administración franquista como a la socialista, me comentó: "¿Tan largo viaje para llegar desde el marxismo a la ideas de Fernández de la Mora?". En un tostón de muchos volúmenes, el franquista Fernández de la Mora había defendido la teoría de la inutilidad de las ideologías en la gestión de la cosa pública. "El crepúsculo de las ideologías", lo llamó. En realidad, la izquierda había pasado de la teoría marxista a la nariz de González. Durante años, su estricto y particular olfato, sus intuiciones brillantes o ingenuas, han guiado (con el contrapunto irredento y nostálgico de Anguita) la errática aventura de la izquierda hispánica a través de las brumas de este final de siglo. Se cierra el ciclo progresista iniciado con las agitaciones juveniles del 68, pero no me extrañaría que estuviéramos en proceso de refutación o replanteamiento de algo más antiguo: de la razón ilustrada. Y no lo sospecho con el alma partida: en algo falla la razón ilustrada que en todas partes acabe travistiéndose de la misma manera (de la crisis de los valores ilustrados habla, mucho más en serio y con amena sabiduría, un libro sensacional que recomiendo: Dislocacions, del joven filósofo Ferran Sáez Mateu, publicado por 3 i 4).
En Europa, la cultura de izquierdas quedó electoralmente desahuciada mucho antes. El tatcherismo la arrasó por completo en Inglaterra. Tras la caída de Willy Brandt y la transición liberalizante de Schmidt, perdió su identidad la socialdemocracia alemana. Mitterrand mandó más al estilo de un veterano actor de la comédie política francesa (la que va de Napoleón a De Gaulle) que como paladín de los valores de izquierda.
Pero es en Italia donde el desgaste de la izquierda me parece más ilustrativo. La cultura de la sinistra es mucho más sólida y leída que la española y la catalana. A pesar de ello, nunca consiguió doblegar la no menos sólida y leída cultura de la derecha católica. Y cuando el sistema, completamente envejecido, quemó como una falla gracias al fuego regeneracionista y fundamentalista de los jueces y fiscales de mani pulite, la izquierda tampoco pudo ganar la batalla ideológica (aunque momentáneamente posea un frágil poder político): en Italia ya se había desarrollado el modelo que Aznar ha copiado. El inventor, el precursor de la victoria de Aznar, es Berlusconi. Sucede que la imago mundi que Berlusca encarna (dinero, pragmatismo, desarme ideológico, fútbol, televisiones y moral de victoria) ha requerido en España el liderazgo bicéfalo de Aznar y Villalonga.
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