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Protagonismo de escuelas y facultades

Es casi imposible renovar las instituciones que se han degradado o que se han distanciado de sus objetivos con el simple recurso de imponer modificaciones sectoriales cuyo carácter aleatorio acaba aumentando la disfuncionalidad. A menudo el único camino para alcanzar una nueva eficacia es dejarlas morir -o precipitar su muerte si la agonía es tan evidente- y refundarlas casi a partir de cero, reconsiderando sus funciones reales y su adecuada respuesta a las nuevas necesidades. No es otra cosa que el sistema habitual en las empresas bien dirigidas: si su objetivo no se consigue, en vez de prolongar los déficit, se liquidan y las energías se dedican a la fundación de otra empresa. Esta táctica, que deberían asumir, por lo menos, los políticos que presumen de liberales perspicaces y privatizadores sagaces, no se aplica en las instituciones públicas cuyo objetivo es producir cultura o apoyar ciertos aspectos de la sociabilidad. En España abundan las entidades públicas que ya no pueden ponerse al día. ¿Cuántas academias, cuántas cámaras, cuántos institutos, cuántas congregaciones cumplen realmente los objetivoso que teóricamente les corresponden? ¿Cuántos conflictos se derivan de esas insuficiencias, a menudo agravadas con intentos de mejoras parciales, con nuevos planes, con segmentaciones o agrupamientos arbitrarios?Aunque me arriesgo a ser muy mal interpretado, me atrevo a sugerir que la Universidad española es una de estas instituciones obsoletas que ya es difícil poner al día. Hay que empezar a pensar, sin duda, en una refundación que comporte un cambio esencial de la estructura. Los intentos de modificaciones sectoriales ensayadas hasta ahora han sido en su mayor parte no sólo inútiles, sino en algunos aspectos contraproducentes. Un ejemplo de esas medicinas contraindicadas podría ser el protagonismo que se han adjudicado los departamentos frente a las decisiones autónomas que correspondían a las facultades y las escuelas superiores.

No sé si se puede generalizar, pero muchas facultades han perdido unidad y coherencia pedagógica al someterse a la presión de los departamentos, que a menudo tienen un poder transversal sobre varias de ellas y que casi siempre absorben las funciones administrativas -y se apoderan de todos los recursos de la contratación de profesores- sin participar en una ordenación pedagógica, la cual correspondería a la facultad si los departamentos no dificultaran sus propósitos. ¿Cómo se puede hablar de criterios pedagógicos en un departamento de matemáticas que sean a la vez aplicables a los físicos, los arquitectos y los economistas, o en un departamento de historia centralizado para filólogos, ingenieros y artistas plásticos? El error es tan evidente que durante los últimos años cada área ha intentado solventarlo reinterpretando subrepticiamente las leyes y los decretos de ordenación universitaria. En unos casos se ha conseguido reducir el ámbito de los departamentos al área autónoma de una sola facultad sin relación con ninguna otra, es decir, atribuyendo al departamento el papel de una simple sección administrativa de la facultad. Un episodio extremo en esta línea es el de las dos escuelas de arquitectura de la Universidad Politécnica de Cataluña, que lograron imponer dos departamentos de proyectos arquitectónicos autónomos y escasamente relacionados. En otros casos la solución ha sido la contraria: situar en un solo departamento el cerebro central de una facultad, relacionado directamente con los órganos de gobierno de la universidad, es decir, convertir prácticamente el departamento en una faculta autónoma.

Ambas soluciones parecen claramente negativas, no sólo porque responden a una interpretación falaz -equívoca y con evidentes problemas funcionales- de la ordenación universitaria, sino, sobre todo, porque desmenuzan la debida autoridad unitaria de una facultad o una escuela superior que son los espacios apropiados para plantear un determinado objetivo pedagógico relacionado con una profesión y su garatía social.

Pero esa pérdida de autoridad pedagógica no viene sólo de la equivocada superposición de los departamentos, sino también de la pretendida superunidad conceptual de la universidad. No sé si el antiguo concepto de universidad -ya casi legendario- es aplicable a las actuales circunstancias sociales y culturales y si estamos trabajando con un modelo extemporáneo que no se adecua ni a las solicitaciones de las nuevas especialidades, ni a la realidad profesional, ni a la necesaria flexibilidad de titulaciones a distintos grados. A veces pienso que la estructura universitaria se mantiene sólo para subrayar enfáticamente unos curricula artificiales que culminan con posgrados, masters, doctorados y demás adornos académicos que provienen del antiguo esplendor de la universidad elitista, pero a menudo inadecuados a los reales temas de aprendizaje y que casi siempre -en la mayor parte de universidades españolas- disfrazan con verborrea superficial la ausencia de unos auténticos ámbitos de investigación. ¿De qué sirven, por ejemplo, tantos doctorados paupérrimos que se leen diariamente si no es para justificar un expediente administrativo que permita acceder a un cargo de profesor numerario más o menos vitalicio?

Recuerdo cuando se fundaron las universidades politécnicas con la agrupación de las distintas escuelas superiores y escuelas técnicas que hasta entonces habían funcionado independientemente mejor o peor, pero con un cierto esfuerzo de identidad. Nadie entendía qué ventajas comportaría la nueva organización y ahora se comprueba que han sido mínimas en el campo profesional. Para completar el pastel universitario, últimamente muchas pequeñas escuelas independientes que tenían una finalidad directamente profesional -las de tecnologías específicas, las de diseño, las de la moda o la publicidad, las de arte...- se han esforzado en adscribirse a alguna universidad, simplemente para dar realce a sus títulos, como si la experiencia y el prestigio de las eslcuelas no fuesen suficientes. Me temo que la existencia de la universidad, tal como la mantenemos en España, no se justifica por su viejo objetivo de cohesión y universalidad del conocimiento, sino por el orgullo de unos títulos cuya garantía parece reducirse a la falsa referencia universitaria. Ya sé que estoy exagerando y que con afición y generosidad podríamos encontrar muchos aciertos aislados que contradirían mi pesimismo. Pero no justifican aplazar por más tiempo una cierta refundación de la universidad.

Esta refundación, a mi modo de ver, tendría que pasar por dotar de autoridad y autonomía a las facultades y las escuelas, por suprimir los departamentos globalizadores y por reducir -o anular- el centralismo de la universidad como marco superior de regulación pedagógica, económica y laboral. Esta descentralización podría ampliarse incluso hasta alcanzar el sistema de control de las administraciones públicas. No sólo se trata de desprenderse del centralismo estatal, sino quizás también del de las autonomías. ¿El ámbito comarcal no sería más apropiado para descubir las necesidades, imponerlas en las diversas docencias y controlar sus resultados? ¿No alcanzaríamos así una flexibilidad de titulaciones mucho más moderna, más local y, por lo tanto, más eficaz? Y esa flexibilidad, ¿no permitiría ordenar definitivamente en las diversas secciones de la facultad todo el proceso de lo que se llama enseñanza profesional, que no tiene por qué adornarse con el empaque universitario?

Oriol Bohigas es arquitecto.

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