La montaña mágica JOAN DE SAGARRA
"Mañana cierra el Lliure y no pasa nada. 200, 300, a lo sumo 500 personas, más llorosas que cabreadas, manifestándose por los alrededores del teatro; media docena de cartas en La Vanguardia -y tres en el Avui-, también más llorosas que cabreadas, y sanseacabó". Eso me dijo Fabià, Fabià Puigserver, una de esas tardes, y no fueron pocas, en que el Lliure parecía que iba a cerrar sus puertas definitivamente a falta de subvención, de dinero público (no del público, que abarrotaba el teatro), del dinero del Ministerio de Cultura, de la Generalitat, de la Diputación y del Ayuntamiento de Barcelona. De un dinero prometido, acordado, firmado y rubricado a un teatro chiquito, chiquito y glorioso, mítico hoy como ya lo era entonces, del barrio de Gràcia; un dinero que, ¡ay!, no llegaba, o llegaba con cuentagotas.A los barceloneses les importa un comino el teatro. Y no sólo a los barceloneses. Strehler, el gran Giorgio, ya me había dicho algo parecido a lo que me dijo Fabià, en el caso de que, un buen día, desapareciese el Piccolo milanés, sólo que en ese caso los manifestantes serían algunos más y las cartas en el Corriere della Sera se multiplicarían por cuatro o por seis. Y podría añadir otros nombres de "grandes hombres de teatro", ingleses, franceses, alemanes, rusos, polacos..., que se me confesaron en el mismo sentido.
Cuando digo que a los barceloneses les importa un comino el teatro, no digo que no acudan a él -aunque, según las encuestas, no es que acudan con excesiva frecuencia-, sino que no lo consideran algo suyo. Entendámonos; consideran el teatro algo suyo, como entertainment, como un espectáculo al que pueden ir o no, si les place, que está a su alcance, pero se mostrarían incapaces de evitar la desaparición del Lliure o del mismísimo Teatre Nacional de Catalunya.
En el caso del Teatre Nacional de Catalunya, el TNC de Josep Maria Flotats, no se mostrarían incapaces de evitar su desaparación, ya se han mostrado. Flotats fue defenestrado del TNC, su juguete, porque a Jordi Pujol, el Molt Honorable, se le revolvían las tripas cada vez que alguno de sus dakois le informaba de que su esposa, Marta Ferrusola, se abrazaba con Flotats mientras su consejero de Cultura, el malo de la película, el otrora rampante Pujals, iba a esconder sus vergüenzas en el lavabo de caballeros del TNC. Flotats cayó -y tras él, un poquitín más tarde, el rampante consejero- por creerse que la señora de Pujol era Madame de Maintenon, o de Montespan, o, dicho de otro modo, por mirarse demasiado en los espejos del TNC, hasta verse -la Comédie marca, chaval- como un Borbón ensoleillé. ¿Y quién se manifestó en la calle pidiendo el regreso de Flotats, pidiendo que le restituyesen su juguete? Cuatro cómicos y unos cientos, tal vez miles de firmas. Y sanseacabó. Y si mañana desaparece el TNC, que ya no es el juguete de Flotats, pues no pasa nada. Antes de que se inaugurase el gran templo del teatro nacionalista catalán, antes de que Flotats entonase, en compañía de Núria Espert, aquel ya célebre "Bon cop de falç!", el gran comédien nos había asegurado que los hijos del sol naciente acudirían al TNC, a fotografiar su "carcassa mediterránea" del mismo modo que acuden como moscas a lamer, cámara en mano, los cojones del Cristo de Subirachs, en el templo expiatorio -nunca mejor dicho- de la Sagrada Familia. Pues bien, en los alrededores del TNC no se ve un solo japonés y el bar de alterne, de putas, más cercano, a cuatro pasos, cierra antes de que termine la función en el TNC (y el concierto en el Auditori). Créanme, si mañana cerrase el TNC no pasaría nada. Otra cosa sería si se hubiese construido con dinero de los ciudadanos, con la aportación desinteresada y generosa -y no con los impuestos- de los ciudadanos, como se fabricó el Teatro Nacional de Praga. Pero eso fue en el siglo XIX.
Si mañana cierra el Lliure, o el TNC, o la Beckett, o el Romea, o el Mercat de les Flors, o el anfiteatro del Grec -nuestro teatro municipal "a l'aire lliure", como lo definió nuestro primer alcalde democrático y socialista, Narcís Serra-, aquí no pasa nada. Buena prueba de ello la tienen en la denominada Ciutat del Teatre, la montaña mágica de Lluís Pasqual. El otro Pasqual, Maragall, antes de irse a dar clases a Roma, le encarga, a dedo, el diseño al divino reusense que convirtió en teatros com cal el María Guerrero madrileño y el Odeón parisiense. El comisionado Pasqual traza su proyecto -un pastón, porque se puede-, lo entrega al alcalde Clos, y el 28 de febrero recibe la respuesta de éste: Cojonudo. Pasqual, según cuentan los papeles, se quedó un tanto sorprendido. No esperaba tanta generosidad, tanto entusiasmo por parte de un alcalde que no le había encargado nada, que tan sólo había con-firmado la patata caliente que le había pasado el romano Maragall. Más aún: la sorpresa de Pasqual se tornaba mayúscula después de saber que el concejal de Cultura, Ferran Mascarell, era contrario al proyecto de Pasqual, un proyecto que contaba con los votos negativos del Instituto de Cultura, y de su entorno, del Ayuntamiento barcelonés. Pero es que estábamos en plena campaña electoral, y Clos tenía que hacerse una foto con alguna ciudad, aunque fuese la del Teatro, amén de que a Clos le gusta sorprender a su concejal de Cultura, la única persona que, dicen, es capaz de, en un futuro no lejano, hacerle sombra.
¿Qué comentarios ha suscitado la entusiasta -entusiasta, pese a todos los peros- aprobación por el alcalde Clos de la Ciutat del Teatre? Al margen del puntual comentario de Bru de Sala, nuestro Xenius sin cartera, poca cosa. Cuatro líneas pilladas en la columna de Porcel, en La Vanguardia: "(...) el Ayuntamiento, cuya acción cultural se vuelca en el populismo fallero, lo hinchará con una redundante Ciutat del Teatre". Se espera la reacción del sector privado del teatro barcelonés, los del "pastel para todos". ¿Qué dirá al respecto don Daniel Martínez (Focus), buen amigo del alcalde Clos? ¿Qué dirá la cartera, no la de Xenius, de Daniel Martínez? Diga lo que diga, al barcelonés de la calle le importa un comino la Ciutat del Teatre.
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