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La victoria CARMELO ENCINAS

La política es así. No siempre el triunfo de los colores que se defienden provoca el entusiasmo individual. No cuando la victoria puede contravenir intereses concretos dentro de la propia organización. Lo mismo sucede, pero a la inversa, con la derrota que en un momento dado puede resultar conveniente para quien sostiene determinadas posiciones o persigue objetivos personales específicos dentro del grupo, y todo es absolutamente legítimo.Que nadie tenga la menor duda de que tanto en el PSOE como en Izquierda Unida hay políticos a los que no produjo mayor disgusto la debâcle electoral del pasado domingo porque vieron en ella la sacudida imprescindible para impulsar una renovación profunda de personas e ideas. De igual forma, en las filas populares no todo fue euforia y alegría incontenida por los aplastantes resultados de José María Aznar. Hubo quien lo vivió con un sentimiento agridulce. Fue el caso del presidente de la Comunidad de Madrid, Alberto Ruiz-Gallardón, y de sus más directos colaboradores, quienes la noche del 12 de marzo experimentaron sentimientos contradictorios. En la Casa del Reloj convocó Gallardón a los suyos para seguir el escrutinio y comentar los datos electorales. Al caer la tarde allí acudieron los colaboradores más próximos y todos los consejeros del Ejecutivo autonómico con la única excepción, que algunos interpretaron como clamorosa, del titular de Sanidad, Ignacio Echániz. El ambiente en un principio era de satisfacción por esas primeras cifras que sonreían las expectativas de su formación, pero, según fue avanzando el escrutinio, y de la simple victoria se pasaba a la apoteosis, el ánimo fue quebrándose. El Partido Popular estaba alcanzando los resultados más arrolladores de su historia y lo estaba logrando con un José María Aznar a la cabeza, que representa un estilo de gobierno y una forma de hacer diferente a lo escenificado en los últimos cinco años por Alberto Ruiz-Gallardón. El modo de proceder de Gallardón, menos permeable a los intereses oligárquicos, sus gestos de diálogo hacia la oposición y los agentes sociales, ciertos rasgos progresistas en algunos aspectos como la droga o el transporte público, y su declaración de independencia frente al combo mediático empeñado en acaparar los réditos del ascenso al poder de la derecha marcaron la diferencia dentro del PP. Con la cabeza bien amueblada, un discurso fluido, muestras sobradas de honestidad personal y la imprescindible ambición, el inquilino de la Puerta del Sol llegó a convertirse en una alternativa sólida para la sucesión en La Moncloa. Los datos que arrojaron las urnas la noche del pasado domingo parecen cercenar de un solo tajo tal posibilidad. José María Aznar no sólo ha ganado el derecho a gobernar los próximos cuatro años, sino que consigue colocar al PP en una posición de ventaja prácticamente irreductible para las elecciones del 2004, otorgándole, además, la potestad de designar a su propio sucesor. Está claro que Gallardón no es su hombre, no al menos al día de hoy y, conociendo el talante del señor Aznar, es difícil que las cosas cambien. Las imágenes captadas en el balcón de Génova la noche de gloria fueron bastante elocuentes y algunos pensaron que premonitorias. Los brazos de Rodrigo Rato fueron alzados por el presidente del Gobierno y su señora una hora después de que, en su calidad de candidato por Madrid, el ministro de Economía compareciera ante la eufórica afición junto al presidente regional del PP y el alcalde de Madrid. Está claro que no fue sólo el pudor lo que impidió al presidente regional salir a dar botes junto a Pío García Escudero y Álvarez del Manzano en aquel balcón de la victoria. Alberto Ruiz-Gallardón daba casi por perdida su opción a La Moncloa. Ahora le quedan tres años por delante en los que trabajar por la región que conquistó electoralmente para su partido antes que nadie. Después sus planes pasan, al parecer, por rentabilizar profesionalmente en un despacho de abogado su experiencia de letrado, aunque algunos le ven como sucesor de Manzano. Todo esto si las circunstancias no cambian, porque la política no es como el tango; en política, tres años son mucho. Tras el baño de masas en Génova, los dirigentes del PP se fueron a la fiesta que montaron en el Meliá Castilla. Ruiz-Gallardón se fue a su casa.

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