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Tribuna:MONEDA AL AIRE - JULIO CÉSAR IGLESIAS
Tribuna
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El marciano

Los gabinetes de psicología están sobre ascuas: los últimos datos indican que Anelka excede todas las clasificaciones conocidas del comportamiento humano. Nadie discute que es una criatura con un impecable aspecto de androide. Tiene una de esas musculaturas calculadas por ordenador: cuello firme, brazos nervudos, espalda simétrica, piernas estriadas y un juego de articulaciones capaz de desafiar los más exquisitos hallazgos de la ortopedia. Sus movimientos sobre el campo confirman las primeras sugestiones y son la viva expresión de la elasticidad; cuando el instinto se lo exige, el tipo salta y se repliega sobre sus zarpas de cuero con la naturalidad desenvuelta de un felino vertical.Sin embargo, ni las últimas teorías conductictas ni los más finos artificios de la antropología moderna pueden explicar a qué pelotas juega. Parece que en la intimidad se entiende con una de esas maquinitas infernales que discrecionalmente permiten matar al dragón o descuartizar al cobrador de la luz con sólo pulsar un interruptor. ¿O él mismo será una de esas diabólicas creaciones de la informática que, por una rara inversión del automatismo, terminan obedeciendo a su propio mando a distancia?

Según sus admiradores el verdadero problema consiste en que está rodeado de una corte de titiriteros y comisionistas que se hacen pasar por hermanos. No se sabe muy bien si se limitan a aliñarle los contratos como si fueran ensaladas o si también se permiten indicarle cómo debe manejar la cuchara de sopa. Tampoco está claro si son responsables de su tozuda costumbre de alzarse una de las perneras del pantalón hasta la mismísima corva. ¿Pensará que el pie puede empezar indistintamente en el tobillo o en la rodilla? ¿Le habrán convencido de que tiene una pierna más larga que otra? ¿Es que nadie se atreve a explicarle que una canilla mal traída es una canilleja? En realidad nos limitamos a conocerle por sus evasiones: cuentan los iniciados que en caso de alarma se agarra a la boquilla de su videoconsola con la desesperación de un lactante, y que, si su situación de extrema riqueza se hace insoportable, sufre un ataque de pánico y desaparece bajo el caparazón de su clan como la tortuga bajo su concha.

Conviene hacer, sin embargo, algunas precisiones. Dígase ahora lo que se diga, Nicolás Anelka fue en los meses de la pretemporada uno de los favoritos de nuestra sedicente Crítica especializada en Fútbol Internacional y, aún más, el fetiche preferido por algunos de los clubes más adinerados de Europa. ¿Cómo se explica tal fascinación? Todo hace suponer que la gente del Lazio, de la Juve o del Milan, por citar a tres de los aspirantes más lucidos, pretendía contratarle de por vida en la seguridad de que aquel fornido alienígena era simplemente un falso proscrito. Un muchacho incomprendido a quien perseguían, por algún reflejo de pasión o de envidia, sus millares de vecinos de París, sus colegas del Saint Germain, las monjas de clausura, los reporteros británicos, los inspectores de hacienda y los cazadores de bichos raros. Valiente ojo clínico.

Hoy, a base de mirar hacia ninguna parte, Anelka ha conseguido agotar casi todo su crédito y se ha ganado una ficticia suspensión de empleo y sueldo. Ficticia porque sueldo tuvo siempre; empleo no tuvo jamás.

Pero, aunque sepamos que es una cabeza de grillo sobre los hombros de un atleta de diseño, lamentaremos que caiga por el sumidero y termine desterrado en algún oscuro equipo de arrabal. Bajaremos la vista a su propia manera, diremos Qué lástima de futbolista y le veremos esfumarse para siempre en los circuitos de la calculadora familiar.

En una estimación optimista, sólo dispone de margen para otra gansada. No va más, Nicolás.

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