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Tribuna:LA CRONICA
Tribuna
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Vacaciones en Montserrat ANTONI PUIGVERD

Paso unos días en Montserrat, siguiendo la escondida senda de los sabios que habitan en el monasterio. Es muy posible que más de un lector (benévolo lector, compasivo y paciente) esté ahora mismo dibujando una mueca de incredulidad. ¿Huyendo del mundanal ruido precisamente en Montserrat, el más bullicioso centro del turismo religioso catalán? Pues sí, en Montserrat. Coexisten en esta montaña de espectacular geografía gaudiniana dos mundos de ritmo casi opuesto. Los que visitan el santuario de la Virgen negra forman una hormigueante algarabía. Muchos de ellos pasan el día comprando y paseando al más ruidoso estilo urbano. Pero los monjes viven, en general, al otro lado del tumulto, en una especie de isla que procura sosegados estímulos. Ordenada por el libro de las horas, la vida monacal transcurre pulcra y silenciosa.Por razones personales tuve, hace muchos años, una estrecha vinculación con el monasterio, gracias a la cual, durante estos días de asueto, soy acogido por los benedictinos con simpatía familiar y puedo desplazarme entre ellos, a lo largo de imponentes pasillos, soberbias estancias y jardines sutiles. Son casi mis primeras vacaciones después de una intensa época de trabajo y prefiero este escenario y estas especiales gentes al agitado viaje cosmopolita o a los cocoteros de una playa caribeña. En la hospedería coincido con Pere Ros, concertista de viola de gamba y profesor en Madrid. Ros, que ha desarrollado casi toda su carrera en Alemania, es víctima, como tantos en esta Cataluña miniaturada, de la alargada sombra de una celebridad. De la misma manera que el Barça es sinónimo de fútbol y Pujol lo es de Cataluña, la música antigua parece ser propiedad exclusiva del inevitable Savall, con lo que, salvando excepciones como el próximo Festival de Música Antigua de Barcelona, raramente podemos escuchar a Pere Ros por estos pagos y tenemos que conformarnos con sus discos. En el último de ellos, El arte inglés de diferencias (Arsis, 1999), rescata arcaicos compositores posrenacentistas.

Otras personas comparten con nosotros la hospitalidad de los monjes: un silencioso cura mallorquín de irónica retranca; tres monjas alegres muy alejadas del tópico (una de ellas guapísima), unos matrimonios veteranos y un par de jóvenes parejas. No asisto a Maitines porque las sábanas, francamente, me lo impiden, pero sí a Laudes, a las siete y media. En la basílica casi vacía, los primeros cánticos gregorianos del día suenan como una prologación ondulante y misteriosa de una noche muy antigua. Dedico las mañanas a dos nobles artes: la lectura y la conversación. Visito la majestuosa biblioteca que diseñó el modernista Puig i Cadafalch, un escenario que me acerca, por su claridad y belleza, a la ordenada mente de Jorge Luis Borges más que a la exasperada oscuridad de Jorge de Burgos, el obcecado bibliotecario benedictino de Umberto Eco. Damià Roure, el auténtico bibliotecario, es uno de estos eruditos cuya discreción convierte en invisibles. Tipos como él (como Cebrià Piferrer, Pius-Ramon Tragan, Massot i Muntaner y tantos otros sabios montserratinos) serían difíciles de encontrar en nuestras universidades civiles, devoradas por unas inexplicables luchas de poder y vanidad. Saludo a Guiu Camps, máximo experto en hebreo. Es ya un anciano y dice que tiene problemas de memoria, pero formula frases cristalinas. "Nunca hay que tener prisa con las palabras". En el refectorio, mientras masticamos en silencio, un monje lee una historia del medioevo. Por una ventana entra una luz oblicua y dorada. Aliñada con episodios ingleses y normandos, la ensalada tiene un sabor nuevo. Paseo en soledad por los jardines de invierno. Cerca de un estanque con peces y nenúfares, está el cementerio. El sol se fuga pronto, buscando la espalda de la montaña, y cae un frío silencioso que penetra en mis huesos como un mensaje oscuro y difícil que no consigo interpretar. Este silencio es como una lavadora: consigue arrancar las pringosas adherencias que en la camiseta del alma han dejado el bullicio de las calles, el imparable charloteo de los medios, el ruido, el incansable ruido de cada día. Paso la tarde ensimismado en este jardín sombrío, buscando olores perdidos. Caída la noche, y sobre el fondo de un cántico en latín, recuerdo algo que escribió Magnus Enzensberger sobre el lujo. Ya no consiste -decía- en poseer y acumular muchos y caros objetos, pues los objetos hace tiempo que nos apabullan a todos, ricos y pobres, con su asfixiante presencia. El auténtico lujo actual es poseer espacio y silencio. En la celda, durante la noche, disfruto tanto de este silencio que casi lo prefiero al sueño.

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